martes, 24 de diciembre de 2013

J.P. Sartre sobre la Navidad

He visto en el blog de Montse Doval esta entrada (aquí). Y sin rubor y vergüenza... «copipeist». Es lo que escribió Sartre sobre la Navidad en 1940 en el campo de concentración Stalag 12D. La pintura es de  Morgan Weistling, "Besando el rostro de Dios". Va la cita de Sartre:
Kissing the face of God (aquí)
«No tenéis más que cerrar los ojos para oírme y os diré cómo los veo dentro de mí: la Virgen está pálida, mira al Niño. Y lo que sería necesario pintar en su cara es un ansioso estupor que solamente una vez ha aparecido en un rostro humano; porque el Cristo es su bebé, carne de su carne y fruto de su vientre.
Lo ha llevado en su seno nueve meses, y le dará el pecho, y su leche se convertirá en sangre de Dios. Lo estrecha entre sus brazos y le dice: ¡Pequeñín mío! Pero en otros momentos, se queda como pensativa, y reflexiona: Es Dios, y se siente invadida por una especie de temor religioso ante este Dios mudo, ante este terrible Niño. Todas las madres se sienten en algún momento atraídas así por ese fragmento rebelde de su carne que es su niño, y se sienten como en el exilio ante esta nueva vida, que ha sido hecha con la suya, y que llenan de extraños pensamientos. Pero ningún niño ha sido jamás más cruel y más rápidamente arrancado a su madre, porque él es Dios, y está por encima de todo lo que Ella puede imaginar. Y es una prueba muy dura para una madre sentir vergüenza de sí misma y de su condición humana delante de su hijo.
Hay también otros momentos, rápidos y difíciles, en los que siente, simultáneamente, que el Cristo es su hijo, su pequeño, lo mira y piensa: Este Dios es hijo mío, esta carne divina es mi carne, está hecha de mí, tiene mis ojos, y esa forma de su boca es la forma de la mía, se me parece. Es Dios y se me parece. Y ninguna mujer ha tenido la suerte de tener a su Dios para ella sola: un Dios crío al que se puede coger en brazos y cubrirlo de besos; y que vive, y que da vida. Y es en esos momentos cuando yo pintaría a María, si yo fuera pintor, y trataría de lograr la expresión de audaz ternura y timidez con la que alarga sus dedos para tocar la dulce pequeña piel de este crío-Dios, cuyo pequeño peso cálido siente sobre sus rodillas mientras le sonríe. Esto es todo sobre Jesús y sobre la Virgen María.
¿Y José? A José, yo no lo pintaría. Sólo pondría una sombra en el portal y dos ojos brillantes, porque no sé qué decir de José, y porque José no sabe qué decir de sí mismo. Adora, y es feliz adorando, y se siente un poco como en el exilio. Me parece que sufre sin confesarlo, porque ve cuánto se parece a Dios la mujer a la que ama, y qué cerca está ya de Dios. Porque Dios ha estallado como una bomba en la intimidad de esta familia. José y María están separados para siempre por este incendio de luz. Y me imagino que toda la vida de José no será suficiente para aprender y aceptar. (J.P.Sartre“Barioná, el hijo del trueno”)»


lunes, 16 de diciembre de 2013

«Toma y lee»: la conversión de Elizabeth en «Orgullo y Prejuicio» (y de S. Agustín).

Ya he publicado en este blog sobre Jane Austen y el marco ético con el que construye a sus personajes (aquí). Tengo una especial debilidad por el capítulo 36 (el 13 del volumen 2) de Pride and Prejudice (aquí en inglés, aquí en español). Austen describe ahí la conversión de Elizabeth Bennet. El pasaje está en mi Top 5 personal.
Elizabeth: "Toma y Lee"

Darcy le ha pedido matrimonio a Elizabeth de forma poco caballerosa. Lizzy lo rechaza tanto por las maneras -«esos no son modos» dicen las abuelas,- como de dos faltas graves: lo acusa de haber separado de su hermana a un buen candidato y de arruinar el futuro de un conocido, Mr. Wickham. Al día siguiente, Elizabeth se encuentra, a pesar de quererlo evitar, con Darcy quien le suplica: «¿Me concederá el honor de leer esta carta?». El capítulo 36 narra la lucha interna de Elizabeth al conocer las razones de Darcy. 

Lizzy reflexiona, sopesa, lee y vuelve a leer la carta en busca de la verdad. Para su sorpresa, descubre que unos «hechos» la enfrentan con una deficiencia en su «juicio». Y este error no sólo es una equivocación en la forma de elaborar un argumento, sino la manifestación de lo que ella «es» realmente: una persona «estropeada» por sus prejuicios. Leer unos hechos, le muestran su propio juicio, y estos la llevan a descubrirse. Así lo describe Austen:
"[Elizabeth] llegó a avergonzarse de sí misma. No podía pensar en Darcy ni en Wickham sin reconocer que había sido parcial, absurda, que había estado ciega y llena de prejuicios. «¡De qué modo tan despreciable he obrado ––pensó––, yo que me enorgullecía de mi perspicacia! ¡Yo que me he vanagloriado de mi talento, que he desdeñado el generoso candor de mi hermana y he halagado mi vanidad con recelos inútiles o censurables! ¡Qué humillante es todo esto, pero cómo merezco esta humillación! Si hubiese estado enamorada de Wickham, no habría actuado con tan lamentable ceguera. Pero la vanidad, y no el amor, ha sido mi locura. Complacida con la preferencia del uno y ofendida con el desprecio del otro, me he entregado desde el principio a la presunción y a la ignorancia, huyendo de la razón en cuanto se trataba de cualquiera de los dos. Hasta este momento no me conocía a mí misma.»"
Es notorio que Elizabeth, «lee» la carta de Darcy al menos tres veces durante el capítulo 36. Y no sólo se trata de pasar los ojos sobre unas letras, sino de reflexionar -una y otra vez- sobre su contendido. La materialidad de la lectura es paralela a su introspección y al descubrimiento del verdadero carácter de Darcy, Wickam y de ella misma. Porque en la carta no sólo se describen hechos sino se manifiestan personas. En concreto quién es de verdad Fitzwilliam Darcy. Se trata de un verdadero encuentro entre Darcy y Elizabeth que libera a ésta última de su prejuicio. 

Agustín de Hipona describe una conversión similar a partir de la lectura de la Sagrada Escritura. Mientras huía de su conciencia, Agustín escucha una voz que venía de la casa del vecino que decía: «Toma y lee». El santo de Hipona y Elizabeth Bennet, convierten la lectura en un momento de auto-conocimiento y auto-revelación. Lo que leen deja de ser la descripción de un suceso para convertirse en un evento autobiográfico y de encuentro con alguien que no los deja indiferentes y los redime de su miseria. Para ellos, «leer» significa no sólo ver un mensaje, sino sobre todo «ser vistos» después de intentar escapar de esa mirada.
Agustín: "Toma y Lee"

Más adelante, Elizabeth se encuentra con un retrato de Darcy mientras visitaba Pemberley. Ella nota que el rostro de su galán «tenía aquella misma sonrisa que Elizabeth le había visto cuando la miraba». Al igual que con la relectura de la carta, Austen hace que Lizzy vuelva -relea- al cuadro. Un reencuentro con quien ahí estaba dibujado: «[Elizabeth] permaneció varios minutos ante el cuadro, en la más atenta contemplación, y aun volvió a mirarlo antes de abandonar la galería.» En otra ocasión, Jane le pregunta a su hermana cuándo se dio cuenta que estaba enamorada de Darcy: «Ese amor me ha ido viniendo tan gradualmente que apenas sé cuándo empezó; pero creo que data de la primera vez que vi sus hermosas posesiones de Pemberley.». Bromas a parte, Lizzy se da cuenta de que está enamorada por lo que ve,  por lo que lee.

Estos momentos de encuentro, al igual que le sucede a Agustín, son siempre una experiencia de «regreso» o mejor dicho un «no huyas». En varias ocasiones es Darcy quien insiste en que Elizabeth se encuentre con ella. Agustín reconoce que es Dios quien lo busca a pesar de sus intentos de huida.  Elizabeth es incapaz de explicar a su hermana Jane cuál fue el momento preciso en el que se enamoró de Darcy. Sólo sabe que se enamoró por lo que vio en retrospectiva: en una carta, en un cuadro, en unos gestos, en un comportamiento descrito en una carta. Todos ellos son los lugares en los que Austen coloca la mirada que enmarca el encuentro que rescata a los personajes de su miseria... Tal y como le pasó a Agustín.

Así que... «Toma y lee» 

PD. La intuición se la debo a David Marshall en «Unfolding Characters: Attention and Autobiography in Pride and Prejudice» publicado en Imagining Selves: Essays in Honor of Patricia Meyer Spacks, ed. Riva Sweson y Elise Lauterbach [Newark: University of Delaware Press, 2009], 211. 





martes, 10 de diciembre de 2013

¿Sobre arenas movedizas? Los fundamentos de los derechos humanos y la DUDH

Hace unos meses publiqué un artículo académico que describe el argumento de justificación racional de los Derechos Humanos en la Declaración Universal de 1948 (aquí se puede bajar).

Es conocida la anécdota de Maritain sobre el proceso de redacción de la Declaración Universal de Derechos Humanos (1948): 
“cuéntase que en una de las reuniones de una comisión nacional de la UNESCO, en que se discutía acerca de los derechos del hombre, alguien se admiraba de que se mostraran de acuerdo, sobre la formulación de una lista de derechos, tales y tales paladines de ideologías frenéticamente contrarias. En efecto, dijeron ellos, estamos de acuerdo tocante a estos derechos, pero con la condición de que no se nos pregunte el porqué. En el «porqué» es donde empieza la disputa”.
Cuando Maritain cuenta esta  anécdota, está construyendo un argumento del que ese pasaje es sólo un fragmento. El filósofo francés continúa explicando que este acuerdo práctico es posible no porque no exista algo real en sentido ontológico, sino por que el compromiso se logra a nivel de la realidad práctica, de forma espontánea, pre-científica, pre-filosófica. Después, seguirá el trabajo de justificación teórica que se verá condicionado por “las adquisiciones y servidumbre, [por] la estructura y evolución del grupo social”, de la tradición especulativa a la que pertenece esa persona. 

De forma que las afirmaciones hechas por los redactores de la Declaración son de tipo práctico sobre las que después se ha de construir un andamiaje teórico más desarrollado. Sin embargo, esto no quiere decir que esas afirmaciones sean vacías o a-metafísicas. Si bien es cierto, la DUDH no contiene una justificación teórica definitiva, última y al mismo tiempo común a toda cultura, los elementos del acuerdo práctico son ya un material valioso de justificación racional de estos derechos.

En este sentido, la DUDH contiene un incipiente argumento para fundamentar los derechos humanos; un argumento «cerrado» pero «no terminado». Afirmar verdades prácticas como los derechos humanos implica necesariamente sostener algo de verdades metafísicas, al menos un «ahí-hay-algo» y un «éste-es-su-telos». Sólo bajo esos supuestos, las verdades prácticas pueden aseverar algo con sentido, determinar su alcance, conocer exigencias determinadas, y fijar las cargas y beneficios que se pueden predicar de un ser personal y comunitario. la falta de acuerdo en el «por qué», no significa haber suspendido toda afirmación sobre el «ser», el «conocer» y el «deber».

 La semana pasada encontré un libro de Ralph McInerny, «Art and Prudence. Studies in the thought of Jacques Maritain» (aquí). En uno de sus capítulos -«Maritain and Natural Rights» (aquí) se detiene en este argumento Mariteniano sobre la falta de acuerdos teóricos en el proceso de redacción de la Declaración Universal. McInerny sostiene que el acuerdo práctico con desacuerdo en las bases teóricas, esconde una conclusión inevitable: aunque no lo sepan o acepten, es posible llegar a un acuerdo práctico porque se «es» de una manera igual -se comparte naturaleza- y se «razona éticamente», al menos en los principios prácticos fundamentales de la misma forma. Pero a McInerny no le convence la solución de Maritain. El acuerdo práctico debe reconocer al menos en las bases, la misma existencia ontológica, si no es sólo una apariencia de acuerdo. O la ilusión por algo superficial. Este es el argumento -en parte- de McInerny:

 "Quizá haya explicaciones teóricas o ideológicas competitivas que justifiquen los derechos naturales, pero para Maritain sólo una de ellas es verdadera. [...] ¿Es posible separar la comprensión de estos derechos, y el sentido del acuerdo, de la explicación y justificación que los sostiene? 
El acuerdo verbal en una lista de derechos humanos que se justifican teóricamente de muchas e incompatibles formas se fundamenta, no en esas distintas justificaciones, sino en lo que Maritain llama la ley natural ontológica. Esto significa, así lo entiendo, que incluso una justificación inadecuada y falsa contiene en ella un reconocimiento implícito de los verdaderos fines de la naturaleza humana y por tanto de la verdadera base para los preceptos prácticos.  
Como  una teoría, la de la ley natural puede ser una más entre otras. Pero si es una teoría verdadera, deben haber ciertas verdades de orden práctico que el hombre no puede evitar conocer. [...] Esto significa que la aceptación verbal de los derechos del hombre, aunque que tal vez en un caso concreto que se fundamente en bases que son falsas, se ha de sostener en bases que implícitamente son conocidas por el mismo que hace juicios equivocados.
Si juzgo que matar directamente a un inocente es permitido en algunos casos, estoy juzgando que dicha acción plenificará y perfeccionará al tipo de agente que soy. El criterio fundamental de mi juicio es el bien humano, lo que es perfectible para el tipo de agente que soy. En el ejemplo, erróneamente he elegido el tipo de acción que asumo que es buena o que es una formulación de la misma. [...] 
Puede ser que mi interpretación sea o no equivalente a la distinción de Maritain entre los elementos ontológicos y gnoseológicos de la ley natural, aunque ciertamente es parecida. Mi distinción tal vez describe mejor los ámbitos implícitos y explícitos del conocimiento de la ley natural. Pero, ¿mi distinción es suficiente para explicar el acuerdo entre los redactores de una lista de derechos humanos provenientes de tan radicales y diferentes perspectivas? Pienso que no. Y no estoy seguro de que Maritain haya ofrecido una explicación satisfactoria a ese acuerdo; es decir, que haya podido mostrar que en efecto, un acuerdo que va más allá de las meras palabras puedan tener al mismo tiempo un sentido [teórico] radicalmente distinto entre los redactores. [...] 
Un acuerdo que no se da en lo substancial, en el que no se sostenga con firmeza un mismo significado a las mismas palabras, con el mismo esquema de justificación racional, no es un acuerdo alguno. No hay atajos para un acuerdo de este tipo. Como sugiere MacIntyre,  la Declaración Universal descansa en una ficción. No obstante, en el mismo desacuerdo se encuentra la posibilidad de un acuerdo" 





La mujer que hizo posible la DUDH. Lo cuenta Mary Ann Glendon -Aceprensa-

En 2011 publiqué un servicio de Aceprensa (aquí) sobre el libro "Un mundo nuevo" (aquí). Va el texto:

La mujer que hizo posible la Declaración Universal de Derechos Humanos
La historia de Eleanor Roosevelt, contada por Mary Ann Glendon.

Pedro Pallares Yabur. 14 de diciembre de 2011
ACEPRENSA

En un libro recién traducido, Mary Ann Glendon cuenta cómo se elaboró la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada el 10 de diciembre de 1948. El acceso a los diarios personales, en parte inéditos, de Eleanor Roosevelt (1884-1962), presidenta de la comisión encargada de la redacción, le permite ofrecer un relato vivo, donde se presentan las tensiones políticas, las diferencias filosóficas e incluso los conflictos personales de los redactores.

A decir de la profesora de Harvard: “La historia de la Declaración es, en sentido amplio, la historia del viaje emprendido por un extraordinario grupo de hombres y mujeres que asumieron el reto en un momento histórico sin igual”. El trabajo se acaba de publicar en español con el título Un mundo nuevo (1).

La declaración como cauce de diálogo
Eleanor Roosevelt –viuda del presidente Franklin Delano Roosevelt, fallecido en 1945– pensaba que la Declaración serviría como “un puente sobre el que podamos encontrarnos y conversar”. Y eso fue lo que logró de sus colegas en Naciones Unidas para lograr que se elaborase la Declaración como presidenta de la Comisión de Derechos Humanos.

Glendon muestra en su relato las habilidades diplomáticas de Roosevelt, que nacían de su convicción de que el problema de los Derechos Humanos es sobre todo un asunto de personas concretas y de sus convicciones éticas: “Después de todo –escribió Roosevelt–, ¿dónde comienzan los derechos humanos universales? En lugares pequeños, tan pequeños que no se pueden ver en un mapamundi. Pero ahí está el mundo de la persona individual: el barrio en el que vive, la escuela o universidad a la que asiste, la fábrica, la oficina en la que trabaja”.

Pero la tarea no fue fácil. Ocho de los miembros del Comité Redactor representaban todos los conflictos internacionales del momento. Roosevelt tuvo que superar los intentos de boicot del representante soviético y al mismo tiempo navegar entre las diferencias políticas e ideológicas de sus colegas. Y lograr acuerdos entre ellos.

Para ejemplificar, considérese el perfil de los otros tres redactores más importantes de la Declaración. Peng-chun Chang (China), un filósofo y diplomático capaz de transitar entre Confucio, Rousseau y Tomás de Aquino. René Cassin, jurista ilustrado francés, quien estructuró la declaración al estilo de los documentos del siglo XVIII y XIX. Y Charles Malik (Líbano), filósofo existencialista, reconocido como tomista, convertido en diplomático, que junto con Chang cimentaron la declaración en la razón, la conciencia, la dignidad y la solidaridad.

Roosevelt tuvo que superar los intentos de boicot del representante soviético y al mismo tiempo navegar entre las diferencias políticas e ideológicas de sus colegas.

Quien piense que es imposible superar diferencias ideológicas, o el pesimismo existencial de la posmodernidad, tiene mucho que aprender de la creatividad, buena voluntad, perseverancia y capacidad de diálogo con que los redactores de la Declaración Universal, liderados por Roosevelt, se comportaron entre el otoño de 1946 y la aprobación del documento, el 10 de diciembre de 1948.

La universalidad los derechos humanos
Para los redactores de la Declaración Universal, el colapso moral que llevó a la segunda guerra mundial –las raíces negativas de la Declaración– se evitarían y superarían si la declaración se redactaba –raíces positivas– a partir de un conjunto de ideas que podían compartirse racionalmente desde el plano moral entre personas de distintas culturas. Es decir, si se afirman unos derechos humanos universales. ¿Pero era posible redactar un documento así?

Los redactores eran conscientes del reto. En la primavera de 1947 Eleanor Roosevelt organizó una reunión informal en su apartamento. Ahí Chang y Malik se enfrascaron en un intenso debate sobre el modo de mantener la universalidad de la Declaración sin reducirla a un sistema filosófico determinado. A Malik le parecía que era fundamental que el documento reconociera la naturaleza humana común, la capacidad de razonar éticamente y el papel secundario del Estado en la realización de estos derechos. Chang estaba de acuerdo, pero pensaba que para redactar algo así, había de utilizarse un lenguaje no demasiado occidental. Incluso ironizó contra Malik sugiriendo que antes de escribir cualquier texto, John P. Humphrey, canadiense que elaboraría el primer borrador por parte de la Secretaría General, debía pasar seis meses estudiando a Confucio en China. Roosevelt apunta: “Para entonces, yo ya no podía seguirlos. Tan elevada se había vuelto la conversación que solamente rellené las tazas de té y me senté para entretenerme con la plática de hombres tan sabios”.

¿Consiguieron un documento universal aplicable a toda cultura? La aceptación y reconocimiento que ha conseguido la Declaración en todo el mundo es prueba de ello. Así, aunque es difícil señalar a la Declaración como un documento “occidental” y acusarlo por tanto de imperialismo cultural, es cierto que existen críticas de unilateralidad cultural que no deben desestimarse del todo.

Teoría de la relatividad
Los defensores de la relatividad de los derechos humanos argumentan, entre otras cosas, que llevar a la práctica las exigencias de estos derechos depende de las características culturales e históricas de cada lugar. Es una crítica más frecuente en países no occidentales, que por un lado reaccionan contra los intentos de utilizar los derechos humanos como instrumento de imperialismo ideológico por parte de gobiernos o grupos de poder; o por el otro, simplemente alegan la relatividad de los derechos humanos para negarse a cumplir con exigencias contrarias a sus intereses políticos.

Pero los redactores del documento nunca consideraron que los derechos humanos implicaban unas prácticas uniformes. Chang, en su discurso previo a la adopción de la Declaración, rechazó los intentos de los países coloniales de aquel momento de imponer formas uniformes de pensar y vivir. Este tipo de uniformidad sólo podría conseguirse por medio de la violencia o a expensas de la verdad.

Chang, Cassin, Malik y Roosevelt no eran colonizadores culturales. Más bien creían que la naturaleza humana es común, y que por medio de la reflexión sobre su experiencia, cada cultura podía llegar a conocer ciertas verdades básicas.

Estamos de acuerdo, pero no sabemos por qué
¿Se pueden encontrar valores comunes universales basados en una esencia humana común? ¿Es ese el fundamento de los derechos humanos? La Declaración no es un tratado filosófico. Y aunque hubo filósofos entre los redactores, su misión era escribir un texto político sencillo de conocer para que pudiera inspirar a todo tipo de personas.

Los redactores confiaban en que cualquier persona con un mínimo de buena voluntad sería capaz de descubrir racionalmente que existen comportamientos que son gravemente indignos; y del mismo modo, otro tipo de acciones que expresan la dignidad ética de la persona.

Los redactores confiaban en que cualquier persona con un mínimo de buena voluntad sería capaz de descubrir racionalmente que existen comportamientos acordes o incompatibles con la dignidad humana

Los redactores vieron confirmada esta intuición en el reporte que publicó la UNESCO en el verano de 1947, donde preguntaba a intelectuales de todas las culturas si era posible afirmar esas exigencias comunes universales. Participaron filósofos seguidores de Confucio, hindúes, musulmanes, europeos y latinoamericanos. Concluyeron que los derechos humanos descansan sobre una “convicción compartida” a pesar de que “se expresen en función de distintos principios filosóficos y sobre la base de diferentes sistemas políticos y económicos”.

En este contexto, Jacques Maritain recordaba “que en una de las reuniones de las Comisiones Nacionales para la UNESCO, donde se discutía sobre derechos humanos, alguien expresó su asombro de que ciertos expertos provenientes de ideologías violentamente contrarias, se hubieran puesto de acuerdo en una lista de derechos. Sí –decían–, estamos de acuerdo en los derechos con la condición de que no nos pregunten por qué. En el porqué es donde comienza la discusión”.

¿Esa falta de acuerdo en el porqué implica que sea imposible fundamentar o justificar racionalmente los derechos humanos? Si así lo fuera, si estos no nacen de exigencias reales de la dignidad, o si fuera imposible conocerlos racionalmente, hablar de derechos humanos sería como discutir sobre brujas y unicornios, según diría MacIntyre.

El margen de cada cultura
Al más filósofo de los redactores, Charles Malik, le parecía que el desacuerdo sobre el porqué era fundamental para su proyecto. En efecto, Malik pensaba que “puede haber un modo griego, romano, judío, cristiano, musulmán, budista, marxista, chino, ruso, hindú, alemán, francés, latino o anglosajón, de ver al hombre y su dignidad. Pero ninguno de ellos pretende ser mundial o universal…. No estoy diciendo que esta definición universal [la Declaración de Derechos Humanos] es más profunda o más correcta o más verdadera; sólo digo que es la primera y la única definición universal de la historia”.

En otras palabras, los redactores de la Declaración contaban con que la justificación racional sobre la dignidad y los derechos humanos correspondía a cada tradición cultural. Pero este vacío no impedía el acuerdo en unos mínimos implícitos sobre lo que significa hablar de los derechos humanos, a saber: (i) existe una condición humana; (ii) que puede ser conocida en clave ética; (iii) de ella se derivan unas exigencias a favor de la persona que llamamos derechos humanos; (iv) que lejos de encerrarla en la individualidad, la conectan solidariamente con otras; (v) esos derechos son exigencias distintas y anteriores a los derechos que pueda otorgar la ley o el Estado.

Cassin explicaba que la Declaración intentaba “incorporar la idea de que hasta el más humilde de los hombres de cualquier raza tiene en sí mismo la chispa que lo distingue de los animales y al mismo tiempo los obliga a cosas más grandes y a deberes más altos que cualquier otro ser sobre la tierra”.

De esta forma, la mayoría de los redactores pensaban que, desde el punto de vista metafísico, existen derechos inherentes y que la dignidad de la persona impone exigencias irrenunciables que se realizan en sociedad. Y desde el punto de vista epistemológico, los delegados aceptaban que la conciencia y la razón son los vehículos para entrar en los terrenos de estos derechos y hacerlos efectivos. No por acción del Estado, sino por la convicción personal que se extiende a un modo de vida social.

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(1) Mary Ann Glendon. Un mundo nuevo. Eleanor Roosevelt y la Declaración Universal de Derechos Humanos. Fondo de Cultura Económica. México, D.F. (2011). 428 págs. T.o.: A World Made New: Eleanor Roosevelt and the Universal Declaration of Human Rights. Traducción: Pedro de Jesús Pallares Yabur.