jueves, 27 de agosto de 2015

¿Dónde formamos la conciencia? Mi opinión de "Ve y pon un centinela"



He visto con tristeza la noticia de los refugiados abandonados en la carretera con Austria. Entre 20 y 50 personas asfixiadas y dejadas a su suerte dentro de un camión diseñado para transportar animales. Personas que buscan un futuro mejor, que en la lotería de la vida les tocó -parece ser- nacer en Siria.

Había pensado escribir sobre las preguntas que me dejó haber leído Ven y pon un Centinela, la novela de Harper Lee que sería como la continuación -aunque esto está debatido- de la famosa obra Matar a un Ruiseñor. Pero la crisis de los refugiados -¡y de los migrantes que cruzan por nuestro país!- pedía hablar también de eso. 

Uno de los puntos donde estos dos eventos se conectan es la pregutna de la conciencia. ¿Qué tipo de persona es capaz de lucrar con el hambre de la gente? ¿Qué tan bajo se debe caer para abandonar a personas en extrema necesidad, a las que se ha encerrado en un camión para animales? La respuesta parece fácil: hace falta ser alguien malo, maloso, maldito. Un humano que parece más bien monstruo. Pero no es tan sencillo. Hannah Arendt evidenció que una tragedia como el holocausto nazi fue posible por que muchas personas terriblemente normales abandonaron el deber de preguntarse por qué hacen las cosas. Dejaron que un sistemas de clichés y de «ya-qué»s, convirtieran a personas normales en perpetradores de tragedias. La banalidad del mal es en parte eso: que personas normales se conviertan en terribles asesinos por que dejaron de pensar, siguieron instrucciones, y vivían una vida demasiado normal.

En la novela Ven y pon un centinela, Atticus, el que había sido un héroe sin grietas ni fisuras en Matar a un Ruiseñor, es ahora un padre elitista, un racista que esconde sus prejuicios en la bondad paternalista de cuidar a los negros por su incapacidad de salir adelante por sí mismos. La decepción es grande y el conflicto entre el padre y su hija, inevitable. ¿Cómo fue que Atticus traicionó su conciencia? ¿Sólo para no parecer excesivamente raro y conflictivo y poder  cambiar la sociedad desde dentro?

El dilema de Ven y pon un centinela es este: ¿qué tanto es posible seguir a la propia conciencia a costa de sacrificar nuestra participación en la edificación de una comunidad? Es decir, ¿qué pasa cuando por seguir la propia conciencia somos excluidos de una comunidad por parecer raros o diferentes, por no comportarnos como lo hace el resto, o por atentar en contra de alguna tradición? 

Una respuesta del tipo "pues así soy y no me importa lo que piensen los demás", no resuelve el conflicto. El dilema es todavía más complicado. Si lo pensamos bien, hacer realidad los bienes que nuestra conciencia nos pide materializar, muchas veces exige lograr la empatía, solidaridad y adhesión de otros que viven con nosotros. ¿Qué pasa si ellos no están acostumbrados a ver en las acciones que hacemos otro modo legítimo de sumar a la vida social? En esos casos, puedo hacer lo que me parece correcto en conciencia, pero no he de extrañarme que esa acción no genere las adhesiones solidarias que esperamos de la comunidad en la que vivimos. Eso siempre es doloroso, pero pide de nosotros que hagamos lo posible por sumar a otros.

No se trata de decir "pues peor para la sociedad, así soy yo", sino de pensar -no somos átomos aislados, ni tampoco nadie es Robinson Crusoe- ¿cómo lograr a partir de nuestras decisiones en conciencia, despertar al resto de mi comunidad para edificar sociedades más justas? Ve y pon un centinela tiene algunas momentos difíciles y no es tan sólido literariamente. Pero a mi parecer no le podemos negar un gran acierto: poner ante nuestros ojos esa tensión entre conciencia personal y la capacidad de convocar a otros a seguir esos bienes. Es decir la relación entre mi esfuerzo por realizar lo que creo que es digno y la forma en que ese esfuerzo personal genera la adhesión de otros que viven en mi comunidad.

No plantearse esa pregunta, no intentar resolver ese dilema, tarde o temprano nos hace insensibles para percibir las llamadas de la dignidad y hacernos participar de males terribles, siendo en apariencia personas muy normales. 

Para María Elena en Huixquilucan

jueves, 20 de agosto de 2015

Pabellón 13: justicia pendiente para la protección del derecho a la salud.

La foto la tomé de «Fundar» 

Esta semana que en mi estación de radio (Zona 3) celebra su semana de la Salud, hablaré de un caso resuelto por la Suprema Corte de Justicia en otoño pasado sobre la el derecho humano al acceso al mayor nivel posible de salud. 

Los hechos son los siguientes: el Instituto Nacional de Enfermedades Respiratorias (o INER por sus iniciales) es el instituto de salud que más atiende pacientes con VIH/SIDA en el país. Aún así, no cuenta con un servicio clínico especializado para la atención de pacientes con esta enfermedad. Los enfermos son atendidos en una zona hospitalaria específica, que no cuenta con las condiciones especiales que requieren estos enfermos. En el 2010 se estudió la posibilidad de construir una clínica especializada, pero el proyecto se abandonó dos años después. La autoridad justificó su decisión diciendo: no hay dinero, nimodo.

Entonces, tres pacientes alegaron por la vía judicial la violación a su derecho al más alto nivel posible de salud, reconocido en la Constitución y en tratados de derechos humanos. Dos años después, la Suprema Corte de Justicia de la Nación resolvió que sí existía violación al derecho a la salud, pues los enfermos no eran atendidos en lugares adecuados para el tipo de enfermedad que padecían. 

Hasta aquí todo suena lógico, pero es este punto donde la sentencia se vuelve engañosa y el triunfo de los derechos humanos se atasca en arenas movedizas. La Suprema Corte hace bien en señalar que el carácter adecuado de la atención a la salud es un estándar para medir si el derecho humano se respeta o no. Pero lo que ocasionó la violación lo centró en la falta de justificación de la autoridad sobre el uso de los recursos disponibles. En otras palabras, la causa de la violación -dice la Suprema Corte- fue la falta de pruebas para demostrar que a pesar de el máximo esfuerzo, no les alcanzó para construir o remodelar un espacio para la atención adecuada de este tipo de enfermos. Se violó el derecho a la salud por no demostrar que se esforzaron lo suficiente.

¿Cuál es el problema de todo ello? ¿Cómo debe ser un argumento que justifique que se utilizaron el máximo de recursos? ¿Cómo se justifica que la elección de la remodelación de lo que ya existe contra la construcción de algo nuevo es la forma de utilizar al máximo los recursos limitados? La sentencia no dice qué estándares son los que habrían sido adecuados para demostrar que la elección de una u otra opción es adecuada. Sólo ordena a elegir una opción -remodelar el hospital actual o construir uno nuevo- y demostrar que esa opción es la que aprovecha al máximo los recursos limitados disponibles. 

Es como si un profesor dijera: «elige, tarea o examen. Pero una vez que elijas tendrás que demostrarme que esa opción es la que te representa el mayor esfuerzo posible para aprovechar tus recursos limitados». ¿Cómo sabría el alumno que ha hecho todo lo posible? ¿Cómo podría medirlo el profesor? [1] Este vacío ha generado dificultades para cumplir con la sentencia. Hasta donde sé -yo no llevo el caso-, la autoridad sanitaria decidió remodelar el hospital actual y un juez de distrito ha dado su aprobación a esa solución como la adecuada. Pero los afectados alegan que todavía falta demostrar  razonablemente que esa es la solución que representa el uso máximo de recursos disponibles.

El caso todavía no termina, así que todavía no sabremos si habrá final feliz o no, o más bien cómo es ese final. Lo que sí está claro es la dificultad para proteger por la vía judicial un derecho como la salud cuando lo que se alega es la elección de un camino concreto de varios posibles para aplicar recursos limitados.

[1] Ha corrido mucha tinta sobre los modos de reconocer si se han utilizado los recursos al máximo disponible. Pueden verse trabajos de Tara Melish  algo ya ha dicho el Comité de DESC en sus comentarios generales 3, 9 y 14, y los trabajos de Victor Abramovich dan mucha luz.

sábado, 15 de agosto de 2015

Besibol: jugar más allá de los límites

Anthony Rizzo
El beisbol se trata en el fondo, de llegar a casa, incluso si en el camino me encuentro con lo que está más allá. Dicho en forma menos remilgada, es un juego donde las altas dosis perseverancia y estoicismo ante el fracaso, preparan el carácter para divertirse legítimamente con lo que existe después de los límites. 

¿Cuánto dura un partido, o dicho de otro modo cuál es el tope de extrainnings permitido en un juego? ¿Hasta dónde se vale que llegue una pelota que se ha ido de homerun o qué hay más allá de la barda? ¿Dentro de qué espacio territorial es posible hacer una gran jugada? ¿Cuál es la orilla del campo dentro de la cual es válido demostrar creatividad y capacidad atlética?  En el fondo no es más que preguntarse ¿cuál es la frontera real -espacial o temporal- a la que podemos aspirar, incluso cuando jugamos dentro de las reglas? 

El beisbol es un deporte con una gran dosis de paciencia y tolerancia al fracaso. Es el precio que hemos de pagar para disfrutar y jugar de vez en cuando en el terreno que existe más allá de límites marcados el campo legal. De vez en cuando, seguimos la pelota hasta donde llegue, incluso una vez que cruzó la frontera del terreno. Es más, incluso fuera de los límites del campo de juego, es válido sacar un out...

Quizá la vida se trate de eso: de jugar aquí, a pesar de nuestros reveses y caídas, y de vez en cuando experimentar lo que existe más allá de las fronteras. Un filósofo existencial lo diría así: «¿No te has dado cuenta que la vida debe ser eso? ¿Jugar aquí para de pronto divertirse más allá?»

Si nuestros días suceden entre el juego, las reglas, el campo, los límites y lo que existe más allá de estos, entonces esta escena es, simplemente, existencial.

Dedicada al Diablo-Vasco-Tomatero mayor, en su cumpleaños

jueves, 13 de agosto de 2015

Taxi, Uber y la Guerra del Peloponeso



Tucídides escribió una importante obra para la cultura occidental en el que narra la guerra entre Atenas y Esparta. Me refiero a su famosísima obra La Guerra del Peloponeso. Para este historiador griego, hace al rededor de 2500 años, tras un gran general y líder, como había sido Pericles, no hubo en Atenas un jefe con carácter, visión y creatividad a la altura de las circunstancias, lo que precipitó la caída de la gran Atenas a manos de los rústicos Espartanos. 

En ese libro, Tucídides recoge un pasaje más o menos a la mitad de la Guerra del Peloponeso: el sitio de la pequeña isla de Melos. En el diálogo con los Melios,  los generales atenienses no se van por las ramas, ni esconden sus intenciones: O se unen a nosotros contra Esparta o sufrirán la esclavitud. Los melios responden: tenemos derecho a elegir aliarnos o no, y preferimos ser neutrales. Los generales atenienses no están conformes: si no se unen a nosotros, el resto de aliados pensará que somos débiles, por que fuimos incapaces de convencer -ya sea por la fuerza de la razón o ya sea en razón de la fuerza- a una islita insignificante. Así que, con todo y la pena, o se unen o los eliminaremos. 

Los melios ofrecen su mejor argumento: tenemos derecho a elegir. Atenas responde con unas memorables palabras, que más o menos serían estas: «Miren chiquillos, en el mundo real, el derecho sólo tiene que ver con quienes son iguales en poder y fuerza. Pero cuando no es así, el derecho es lo que el fuerte haga todo hasta donde quiera y pueda, y el derecho del débil consiste en padecer hasta donde resista» [La traducción de Gredos, más precisa, dice: «las razones del derecho intervienen cuando se parte de una igualdad de fuerzas, mientras que, en caso contrario, los más fuertes determinan lo posible y los débiles lo aceptan»]

Una trágica respuesta que resume dos formas de comprender el derecho que se mantienen en tensión y que han acompañado al mundo occidental desde entonces. ¿Para qué sirve la ley y el derecho? ¿Por qué la obedecemos? O el derecho se funda en la fuerza de la razón o sólo consiste en lo que se dice el más fuerte. Hoy somos más elegantes y decimos: el derecho es lo que dice quien tiene más fuerza representada votos en una cámara, es derecho lo que diga quien tenga más afinidad ideológica en entre los ministros de la Suprema Corte [algo así lo dice el ministro Cosío: mientras permanezca esta composición ideológica, el derecho al matrimonio será lo que digamos estos ministros]; es derecho quien más poder político tenga, más fuerza militar imponga o negocie con más recursos económicos.

Para un profesor de filosofía del Derecho, lo que hemos visto en el debate de Uber y los taxis amarillos es la situación ideal para ejemplificar esta tensión que exponía Tucídides. Por una parte, algunos argumentos a favor de los taxis amarillos se decantan por la fuerza de la ley. No importa qué es razonable sino que la ley ya dice esto, no hay de otra sino callar y obedecer o aplicar su fuerza de la ley ya escrita

Contra esto, los partidarios de Uber responden:  ¿Pero por qué es razonable que el Estado regule el transporte de particulares a cargo de otros? ¿Y si esa manera de hacerlo es caduca y claramente ineficaz? ¿Por qué se ha de considerar taxi a una nueva plataforma para contactar a dos particulares mediante un intermediario? Y si Uber ha puesto de manifiesto que el modelo sobre el que se justifica la regulación estricta de los amarillos es caro, deficiente, en ocasiones arbitrario: ¿por qué he de pagar más, por un peor servicio? ¿Es razonable reducirlo todo al modelo anterior sólo por que está en la ley?

No me interesa resolver aquí la diferencias entre los dos servicios, sino llamar la atención sobre esta tensión propia de nuestra comprensión del derecho: ¿Por qué habríamos de excluir a Uber o por qué habríamos de permitirle operar? ¿Qué invocamos como principal motivo? ¿La fuerza de la ley o la razonabilidad de una norma? 

¿Cuál es la moraleja de todo esto? Volvamos a la Guerra del Peloponeso. Tucídides termina el diálogo narrando la masacre de Melos -el débil- a manos de Atenas -por cierto, sin ningún remordimiento-. Pero la historia no termina ahí. La guerra del Peloponeso acaba con la derrota de Atenas. Tucídides parece recordarnos que cuando sólo la fuerza es la que orienta el derecho, tarde o temprano la ley misma es la que destruye las propias bases sobre las que sostuvo su éxito: desalienta la formación de líderes a la altura de los problemas, aplasta personas y su aceptación por el valor de esa ley y agota la eficacia de la solución que pretendía instaurar y sobre la que pudo haber obtenido algunas victorias.  



domingo, 9 de agosto de 2015

El misterioso «Secretum meum mihi» de Edith Stein

Monumento de Edith Stein (Colonia, Alemania)

En la vida de Edith Stein encuentro muchas minas a las que vuelvo con frecuencia para sacar oro: algunas de sus ideas e intuiciones académicas, alimentan mi propia investigación sobre derechos humanos (la empatía y en la experiencia de la dignidad); también descubro que padezco problemas y tensiones de forma similar a la suya; luces y miradas en las que me sostengo gracias a que ella compartió su vida. Aquí va una de ellas. Un amigo de Edith, Edward Metis, 
«tenía algo que lo distinguía de todos los demás compañeros. Era un judío de fe firme y observante de la ley [...] Un día en que íbamos por la calle tenía que resolver un asunto en una casa. Le di rápidamente delante de la puerta mi carpeta para que la sostuviese mientras tanto y entré en el portal. Me di cuenta demasiado tarde que era sábado y en ese día no se puede llevar ninguna carga. Me excusé que mi descuido le había hecho hacer algo prohibido. Él me dijo tranquilamente: "No he hecho nada prohibido. Solamente en la calle está prohibido llevar algo en la mano, pero en casa está permitido". Por eso se había quedado en la entrada y había evitado cuidadosamente no tener puesto un pie en la calle. Ésta era una de las sutilezas talmúdicas que a mí me repelían. Pero no dije nada. Cuando más tarde en Göttingen, comencé con mis preocupaciones religiosas, le pregunté en una ocasión, por carta, cuál era su idea de Dios, si creía en un Dios personal. Él me contestó escuetamente: «Dios es espíritu». Más no se podía decir. Y esto fue para mí como haber recibido una piedra en lugar de un pan.»
Uff. Honestamente no vale la pena perder la vida por un espíritu que está allá a lo lejos. Por mucho espíritu que sea. Ahora, a sortear el elefante que hay en el cuarto. Cualquier tipo de ley -religiosa o civil-, de cualquier nivel -familiar, escolar o de un grupo de amigos-, sólo es coherente con la dignidad de la persona si predispone, prepara y facilita para un encuentro con alguien digno. ¡Que sea real! ¡Que valga la pena! ¡Que sea bello! ¡Que dé sentido! ¡Que transforme!

Si consideramos, además, que vivir implica ir perdiendo la vida, –acercarse a la muerte-, más me vale que aquel sistema ético, o conjunto de creencias o estructura de leyes al que le regalaré mi lealtad, cumpla realmente su promesa y mis expectativas. Sólo vale la pena morir por aquello, si perdemos la vida como modo de afirmar que hemos sido realmente encontrados por alguien.

Como se sabe, Edith Stein murió en Auschwitz tanto por su raza como por su fe católica. Murió por que se dejó transformar; por que se definió a sí misma a partir de ese encuentro. ¿Cómo me doy cuenta que el encuentro ha sido real? ¿Cómo asegurarse -hasta donde sea posible- que ciertos valores, leyes y costumbres realmente nos convierten en personas encontrables, encontradizos, encuentradores, encontrados? Dice Stein:
«¿Pero cuál es verdaderamente el momento en que el hombre experimenta qué es la vida? Es el momento del amor, que se convierte para él, al mismo tiempo, en el momento de la verdad, del descubrimiento de la vida... El descubrimiento de la vida incluye una superación del yo, un despojarse del yo. Ese descubrimiento acontece únicamente donde el hombre es capaz de salir de sí mismo y se deja caer.»
La vida y las ideas de Stein siempre me ponen ante esta disyuntiva: o aquella ley, creencia o estructura de valores éticos fomentan, facilitan y predisponen para un encuentro entre personas o no vale la pena -ni de lejos- dedicarles mi atención. "Tengo solo una vida. No debo echarla a perder". O un encuentro como el que transformó a Edith Stein realmente sucede, o existe esa mirada, o ese ser visto es verdaderamente performativo y eficaz para redimirme de la soledad y de la muerte... o de lo contrario las creencias serán una piedra en lugar de pan. «Tengo una sola vida. No debo echarla a perder alimentándome de piedras».

Cuando preguntaron a Edith por aquello que vio, por lo que la convenció de la realidad del encuentro, contestó: «Secretum meum mihi».  




jueves, 6 de agosto de 2015

La bomba que no acabó a Bun Hashizume


La CBBC publicó un video con este testimonio de Bun Hashizume, quien sobrevivió a la bomba atómica lanzada sobre Hiroshima. Hoy se cumplen 70 años. Este es su recuerdo que he traducido como narración "desde fuera" para decirlo en el radio. 

Bun Hashizume tenía 14 años y vivía en Hiroshima (Japón). Sobre un árbol contemplaba el mar y soñaba junto a sus amigos como cualquier joven: ¿Qué seremos de grandes? ¿Qué tiene preparado el destino para nosotros? -"¡Escritor!" dijo uno de sus amigos. -"Y yo poeta", respondió Bun

La mañana en que cayó la bomba, recuerda Hashizume, fue como cualquier otro día. Bun se despidió de su madre y fue a trabajar a la oficina de comunicaciones del ejército japonés. La mayoría de los jóvenes peleaban en los campos de batalla y las chicas como Hashizume dejaron la escuela para colaborar con responsabilidades administrativas.

En algún momento de la mañana, se levantó a ver la ciudad desde la ventana del tercer piso cuando vio un resplandor intenso. Pensó que el sol se había desplomado frente a sus ojos. En un instante vio que la luz parecía ahora un arcoiris misterioso y terrible. Fue el momento en que la bomba explotó.

Bun recuerda que quizá perdió el conocimiento. Cuando despertó ya no estaba junto a la ventana. Se había golpeado la cabeza, pero aún así pudo levantarse y salir del edificio. Una mujer le ayudó a ir al hospital. La ciudad estaba en ruinas. Completamente destruida: ya no había edificios de pie, ni niños corriendo en las calles, ni palomas adornando en el cielo. Sólo personas que deambulaban aturdidas, cubiertas de cenizas.

Al día siguiente despertó sin saber la hora. Extrañaba a su madre. Se puso de pie como pudo y caminó a su casa. El fuego todavía ardía en Hiroshima. Cuando se acercó al sitio donde estuvo su casa, vio a lo lejos a tres personas que se acercaban: "¡Eres tu!". Era de su madre. Con ella estaba su hermana y su tía. Su hermano, acababa de morir. Todo parecía un sueño. Era incapaz de entender lo que había sucedido.

Seis años después, Bun dejó Hiroshima. Por años fue incapaz de articular y explicar lo que había sucedido. Fue cuando puso por obra su ilusión de ser poeta y compartir lo que había vivido. La radiación producida por la bomba le produjo enfermedades toda su vida: dolores de cabeza, cansancio crónico. Bun se casó, pudo tener tres hijos y ya tiene cuatro nietos. 
"Hablo con ellos todo lo que puedo -concluye Hashizume-. A pesar de todo no guardo rencor a quienes lanzaron la bomba. Puedo decir que he sido capaz de ver lo increíble que pueden llegar a ser los seres humanos incluso después de haber perdido todo. Sin embargo, no puedo olvidar el hecho que fueron otros seres humanos quienes dejaron caer una bomba atómica sobre otros seres humanos"
-o-
Este es el video. Vale la pena verlo.




miércoles, 5 de agosto de 2015

¿Qué es lo que amo de ti, cuando digo «te amo»? (Versión 2 - Maritain)

Raïssa Oumançoff y su esposo Jacques

En un post anterior escribí a propósito de un texto de Christian Bobin:
«¿Qué es lo que amo de ti, cuando digo «te amo»? Amo lo que haces, pero no «lo-hecho», sino «porque-lo-hiciste-tú».  Amo lo que tienes, pero no «el-objeto», sino «porque-lo-tienes-tú».... Te amo a tí. Esa incapacidad para definir o señalar qué es lo que se ama –intentarlo a través de sus «periféricos»- es acercarnos de puntitas a lo que los filósofos llaman «persona» y los poetas describen como un «Tú».»
Hoy leí un texto de Maritain publicado en 1936 -"La distinción entre Persona e Individuo"- donde explica algo más parecido. Lo hace como filósofo, no como poeta. Quizá por eso suena a veces seco e impersonal. Aquí va:

Pascal ha dicho: “No se ama nunca a nadie, sino sólo a cualidades”. 
Esta sentencia es falsa. Vale, si se quiere, cuando se habla del amor que se tiene por las cosas buenas que uno desea para sí. En este hermoso tapiz que me agrada, es su dibujo, sus colores, su molicie, sus cualidades, lo que aprecio. Pero, ¿para quién las aprecio? Para mí. En este caso el centro al que relacionamos las cosas no es un conjunto de cualidades, soy yo: algo mucho más profundo que cuanto de mí conozco, más profundo que mis cualidades, mis defectos – y hasta que mi naturaleza –. 
El amor que se tiene a otro, el amor de que habla Pascal, que tengo a un ser humano que llega a ser para mí como yo mismo o más que yo mismo, este amor no se dirige a cualidades (al creerlo muestra Pascal una huella de ese racionalismo del que se defendía); no se aman meras cualidades; lo que amo es la realidad más profunda, substancial y recóndita, la más existente del ser amado: un centro metafísico más hondo que todas las cualidades y esencias que pueda descubrir y enumerar en el ser amado. De ahí que esta suerte de enumeraciones no acaben nunca en boca de los enamorados. 
A ese centro va el amor, sin separarlo, cierto es, de las “cualidades”, pero como haciendo una sola cosa con ellas. 
El amor va, pues, más lejos o más presto que el conocimiento, al menos que nuestro conocimiento humano abstracto. Todas las cualidades esenciales o accidentales que en Ti conozco no son todavía ese centro: Tú.  Y sin embargo, el objeto más cognoscible para el intelecto es tu naturaleza o esencia, tu substancia y tus cualidades.
¿Qué es el además que se agrega a esas cosas para constituir el Tú como cen- tro a que va el amor? 
Es algo que hace de esta naturaleza o esencia, de esta trama inteligible, una subjetividad; y lo que designo así como una subjetividad es el conjunto mismo de las profundidades inteligibles de un ser, que constituyen un todo por sí, un mundo asentado sobre sí, centrado sobre sí para existir: a quien, por consiguiente, puedo desear el bien, puedo amar por sí mismo, y que puede ser mi amigo. 
Una sinfonía es un conjunto o universo de profundidades inteligibles, pero que se derrama en la existencia, que no está como anudado en una subjetividad y a quien no puedo desear el bien, ni puede ser mi amigo. 
Yo conozco la subjetividad puesto que la experimento y la nombro. Pero es gracias a una reflexión más acentuada y como en una segunda faz de conocimiento, en la cual el amor ha precedido a la inteligencia que logró conocerla. La subjetividad es algo absolutamente aparte, que el amor encuentra directamente y en su primer impulso: y que el conocimiento intelectual sólo distingue luego, en sus caracteres propios. 
La ley propia del amor nos conduce así al problema metafísico de la persona, puesto que lo que he llamado subjetividad es lo mismo que personalidad. El amor no se dirige a cualidades ni a naturalezas, sino a personas.