domingo, 9 de agosto de 2015

El misterioso «Secretum meum mihi» de Edith Stein

Monumento de Edith Stein (Colonia, Alemania)

En la vida de Edith Stein encuentro muchas minas a las que vuelvo con frecuencia para sacar oro: algunas de sus ideas e intuiciones académicas, alimentan mi propia investigación sobre derechos humanos (la empatía y en la experiencia de la dignidad); también descubro que padezco problemas y tensiones de forma similar a la suya; luces y miradas en las que me sostengo gracias a que ella compartió su vida. Aquí va una de ellas. Un amigo de Edith, Edward Metis, 
«tenía algo que lo distinguía de todos los demás compañeros. Era un judío de fe firme y observante de la ley [...] Un día en que íbamos por la calle tenía que resolver un asunto en una casa. Le di rápidamente delante de la puerta mi carpeta para que la sostuviese mientras tanto y entré en el portal. Me di cuenta demasiado tarde que era sábado y en ese día no se puede llevar ninguna carga. Me excusé que mi descuido le había hecho hacer algo prohibido. Él me dijo tranquilamente: "No he hecho nada prohibido. Solamente en la calle está prohibido llevar algo en la mano, pero en casa está permitido". Por eso se había quedado en la entrada y había evitado cuidadosamente no tener puesto un pie en la calle. Ésta era una de las sutilezas talmúdicas que a mí me repelían. Pero no dije nada. Cuando más tarde en Göttingen, comencé con mis preocupaciones religiosas, le pregunté en una ocasión, por carta, cuál era su idea de Dios, si creía en un Dios personal. Él me contestó escuetamente: «Dios es espíritu». Más no se podía decir. Y esto fue para mí como haber recibido una piedra en lugar de un pan.»
Uff. Honestamente no vale la pena perder la vida por un espíritu que está allá a lo lejos. Por mucho espíritu que sea. Ahora, a sortear el elefante que hay en el cuarto. Cualquier tipo de ley -religiosa o civil-, de cualquier nivel -familiar, escolar o de un grupo de amigos-, sólo es coherente con la dignidad de la persona si predispone, prepara y facilita para un encuentro con alguien digno. ¡Que sea real! ¡Que valga la pena! ¡Que sea bello! ¡Que dé sentido! ¡Que transforme!

Si consideramos, además, que vivir implica ir perdiendo la vida, –acercarse a la muerte-, más me vale que aquel sistema ético, o conjunto de creencias o estructura de leyes al que le regalaré mi lealtad, cumpla realmente su promesa y mis expectativas. Sólo vale la pena morir por aquello, si perdemos la vida como modo de afirmar que hemos sido realmente encontrados por alguien.

Como se sabe, Edith Stein murió en Auschwitz tanto por su raza como por su fe católica. Murió por que se dejó transformar; por que se definió a sí misma a partir de ese encuentro. ¿Cómo me doy cuenta que el encuentro ha sido real? ¿Cómo asegurarse -hasta donde sea posible- que ciertos valores, leyes y costumbres realmente nos convierten en personas encontrables, encontradizos, encuentradores, encontrados? Dice Stein:
«¿Pero cuál es verdaderamente el momento en que el hombre experimenta qué es la vida? Es el momento del amor, que se convierte para él, al mismo tiempo, en el momento de la verdad, del descubrimiento de la vida... El descubrimiento de la vida incluye una superación del yo, un despojarse del yo. Ese descubrimiento acontece únicamente donde el hombre es capaz de salir de sí mismo y se deja caer.»
La vida y las ideas de Stein siempre me ponen ante esta disyuntiva: o aquella ley, creencia o estructura de valores éticos fomentan, facilitan y predisponen para un encuentro entre personas o no vale la pena -ni de lejos- dedicarles mi atención. "Tengo solo una vida. No debo echarla a perder". O un encuentro como el que transformó a Edith Stein realmente sucede, o existe esa mirada, o ese ser visto es verdaderamente performativo y eficaz para redimirme de la soledad y de la muerte... o de lo contrario las creencias serán una piedra en lugar de pan. «Tengo una sola vida. No debo echarla a perder alimentándome de piedras».

Cuando preguntaron a Edith por aquello que vio, por lo que la convenció de la realidad del encuentro, contestó: «Secretum meum mihi».  




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