Tucídides escribió una importante obra para la cultura occidental en el que narra la guerra entre Atenas y Esparta. Me refiero a su famosísima obra La Guerra del Peloponeso. Para este historiador griego, hace al rededor de 2500 años, tras un gran general y líder, como había sido Pericles, no hubo en Atenas un jefe con carácter, visión y creatividad a la altura de las circunstancias, lo que precipitó la caída de la gran Atenas a manos de los rústicos Espartanos.
En ese libro, Tucídides recoge un pasaje más o menos a la mitad de la Guerra del Peloponeso: el sitio de la pequeña isla de Melos. En el diálogo con los Melios, los generales atenienses no se van por las ramas, ni esconden sus intenciones: O se unen a nosotros contra Esparta o sufrirán la esclavitud. Los melios responden: tenemos derecho a elegir aliarnos o no, y preferimos ser neutrales. Los generales atenienses no están conformes: si no se unen a nosotros, el resto de aliados pensará que somos débiles, por que fuimos incapaces de convencer -ya sea por la fuerza de la razón o ya sea en razón de la fuerza- a una islita insignificante. Así que, con todo y la pena, o se unen o los eliminaremos.
Los melios ofrecen su mejor argumento: tenemos derecho a elegir. Atenas responde con unas memorables palabras, que más o menos serían estas: «Miren chiquillos, en el mundo real, el derecho sólo tiene que ver con quienes son iguales en poder y fuerza. Pero cuando no es así, el derecho es lo que el fuerte haga todo hasta donde quiera y pueda, y el derecho del débil consiste en padecer hasta donde resista» [La traducción de Gredos, más precisa, dice: «las razones del derecho intervienen cuando se parte de una igualdad de fuerzas, mientras que, en caso contrario, los más fuertes determinan lo posible y los débiles lo aceptan»]
Una trágica respuesta que resume dos formas de comprender el derecho que se mantienen en tensión y que han acompañado al mundo occidental desde entonces. ¿Para qué sirve la ley y el derecho? ¿Por qué la obedecemos? O el derecho se funda en la fuerza de la razón o sólo consiste en lo que se dice el más fuerte. Hoy somos más elegantes y decimos: el derecho es lo que dice quien tiene más fuerza representada votos en una cámara, es derecho lo que diga quien tenga más afinidad ideológica en entre los ministros de la Suprema Corte [algo así lo dice el ministro Cosío: mientras permanezca esta composición ideológica, el derecho al matrimonio será lo que digamos estos ministros]; es derecho quien más poder político tenga, más fuerza militar imponga o negocie con más recursos económicos.
Para un profesor de filosofía del Derecho, lo que hemos visto en el debate de Uber y los taxis amarillos es la situación ideal para ejemplificar esta tensión que exponía Tucídides. Por una parte, algunos argumentos a favor de los taxis amarillos se decantan por la fuerza de la ley. No importa qué es razonable sino que la ley ya dice esto, no hay de otra sino callar y obedecer o aplicar su fuerza de la ley ya escrita.
Contra esto, los partidarios de Uber responden: ¿Pero por qué es razonable que el Estado regule el transporte de particulares a cargo de otros? ¿Y si esa manera de hacerlo es caduca y claramente ineficaz? ¿Por qué se ha de considerar taxi a una nueva plataforma para contactar a dos particulares mediante un intermediario? Y si Uber ha puesto de manifiesto que el modelo sobre el que se justifica la regulación estricta de los amarillos es caro, deficiente, en ocasiones arbitrario: ¿por qué he de pagar más, por un peor servicio? ¿Es razonable reducirlo todo al modelo anterior sólo por que está en la ley?
No me interesa resolver aquí la diferencias entre los dos servicios, sino llamar la atención sobre esta tensión propia de nuestra comprensión del derecho: ¿Por qué habríamos de excluir a Uber o por qué habríamos de permitirle operar? ¿Qué invocamos como principal motivo? ¿La fuerza de la ley o la razonabilidad de una norma?
¿Cuál es la moraleja de todo esto? Volvamos a la Guerra del Peloponeso. Tucídides termina el diálogo narrando la masacre de Melos -el débil- a manos de Atenas -por cierto, sin ningún remordimiento-. Pero la historia no termina ahí. La guerra del Peloponeso acaba con la derrota de Atenas. Tucídides parece recordarnos que cuando sólo la fuerza es la que orienta el derecho, tarde o temprano la ley misma es la que destruye las propias bases sobre las que sostuvo su éxito: desalienta la formación de líderes a la altura de los problemas, aplasta personas y su aceptación por el valor de esa ley y agota la eficacia de la solución que pretendía instaurar y sobre la que pudo haber obtenido algunas victorias.
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