jueves, 23 de julio de 2015

Intensamente injusto

Foto de Omar Vega, Latin, Content, Getty Images

Hace años se publicó un artículo titulado «Perfectamente Injusto»  [-sí, de ahí saqué el título de la entrada-] con ocasión del error de un “umpire” que le robó -por un error arbitral- un juego perfecto a Andrés Galarraga. Para darse una idea del tamaño del error: en el beisbol de las grandes ligas se han jugado más de 300 mil partidos y solamente 23 pitchers han logrado juegos perfectos. Por entonces, en las grandes ligas no estaba permitida la revisión de una decisión, así que no había oportunidad de corregir el error humano. El autor del artículo, Robert Wright era de la opinión que así debía quedar la regla. 

Que un árbitro afecte el resultado es parte del juego. Si el juego es educativo, el error que sucede en ese ámbito es también formativamente injusto. ¿Qué importancia tiene que la injusticia suceda en el contexto de una actividad en la que desdramatizamos la vida? Aunque lo sucedido ayer viene acompañado de una salsa particular -los escándalos de corrupción en FIFA, la sospecha fundada que los partidos se han arreglado por motivos comerciales-,  no creo que ese presupuesto pierda su valor: en el juego aprendemos que no necesariamente el que se esfuerza más merece más; que sin una disciplina callada por el trabajo bien hecho no podríamos aprovechar los golpes de suerte, ni los errores del contrario, ni los deslices del árbitro.

Las injusticias en el juego nos entrenan para enfrentar las injusticias que suceden fuera de él. Si ya experimentamos la injusticia en el juego, en ese ámbito de lo lúdico también exploramos las salidas a los atropellos. Gracias a ese entrenamiento en el terreno del juego, después enfrentaremos con mejores habilidades que el jefe no valore nuestro esfuerzo, que un colega se cuelgue nuestros logros como propios, que nuestros resultados dependan de alguien que percibimos con menos talento que los nuestros. Por que ya sentimos la injusticia dentro del juego.

Tendemos a educar niños trofeo: invitamos a soñar grande a nuestros pupilos, nos preocupa su autoestima, les premiamos sus logros, buscamos modos de que sufran lo menos posible. Pues bien, si en el juego aprendemos a probar el amargo sabor del atropello, podremos después encontrarle provecho a la experiencia del dolor. Algo así es lo que intenta Pixar con «Intensamente»: explicar en el ámbito del juego, por qué la tristeza es útil. Una vida plena no se construye siempre desde la alegría: crecemos si sabemos llorar cuando vemos amenazado lo que nos importa. Precisamente por que nos importa y aquello es valioso, nos lamentamos.

De igual modo, una vida plena no se construye siempre desde lo que es justo: construimos una familia, una universidad, una comunidad, un trabajo ideal con lo que tenemos a mano. No siempre es como quisiéramos, ni todo lo que nos gustaría, ni del modo en que lo soñamos. Mas nos vale que lo aprendamos en el juego. 

Quizá por eso sea mejor animar a los niños a  ser la mejor versión de sí mismos y no sólo a soñar grande y ni a que califiquen sus logros sólo en función de sus méritos personales. Nos guste o no, tarde o temprano se encontrarán con injusticias, con el dolor y con la muerte. Tal vez sea mejor ser introducidos y educados a lidiar con ello en el contexto del juego.  




lunes, 20 de julio de 2015

Ken Burns sobre el arte de contar historias: 1+1=3


Ken Burns es un director de cine apasionado por contar la historia... relatando historias. Le he visto un documental sobre la Guerra Civil Norteamericana (aquí el capítulo 1) y otro sobre la historia del beisbol . Ha dirigido también una serie sobre el Jazz, los Roosevelts, sobre parques. En la revista The Atlantic presentó un cortometraje sobre el arte de descubrir, armar y contar historias sobre la historia. ¿Por qué despertar a los muertos? ¿Por qué recordar a los que han vivido?

Para Burns, una buena manera de contar historias sobre la historia es mostrar el contraste que descubre en todos los personajes de carne y hueso, héroes imitables con fallas reprensibles. Algo así nunca deja indiferente y pide de nosotros que repensemos nuestras convicciones y lealtades. Esa es la finalidad de conocer historias. 

¿Por qué? Sólo cuando sabemos que con nuestra vida contamos una historia somos capaces de  tomar decisiones coherentes y con sentido. La pregunta «¿qué historia estoy contando con mi vida?» nos permite resolver otra no menos simple ˜¿qué comportamiento digno debo hacer en este momento?»Generalmente los males provienen de las indefiniciones, del “no es asunto mío”, del esa historia no es mía. Saber historia -más aún, conocer nuestra propia historia, la de nuestra familia o nuestra patria- nos facilita ser conscientes de nuestra responsabilidad. Quizá no lo planteamos así. Tal vez sólo decimos: «A mi madre me enseñó, en nombre de la memoria de mi padre, hago esto por que deseo dejar a mis hijos un mejor futuro». Esas motivaciones son motivaciones históricas. Es imposible empeñarse en una vida que vale la pena y desconocer la historia de la que formamos parte. Sin esa historia, mis esfuerzos diarios carecen de sentido. Saber historia nos afina la mirada para descubrir el valor de nuestra propia historia.

Al final de la película Burns me sorprendió con un giro argumentativo inesperado. Para él es importante aprender a descubrir y contar historias, por que con ese ejercicio nos preparamos para terminar nuestra propia historia. Si nos habituamos a narrar buenas historias, nos acostumbramos a  la inevitable exigencia de salir del escenario. Podemos experimentar que dejar la historia no es una condena, sino responder a una llamada. Y eso es saludable.

Deseamos conocer historias para aprender a contar la nuestra. Descubrimos que los histografiados dejaron la escena, para caer en la cuenta que nosotros también bajaremos del estrado... Conocer la historia y aprender a contarla es parte de nuestra búsqueda por comprender que nosotros no viviremos para siempre. La historia, dice Burns, pone ante nuestros ojos el momento en que dejaremos el escenario. Y eso es bueno. 

Aquí está el video y abajo la transcripción. El último párrafo vale mucho la pena.


You know the common story is one plus one equals two, we get it. But all stories are really, the real genuine stories, are about one and one equaling three. That’s what I’m interested in.

We live in a rational world where absolutely we’re certain that one and one equals two, and it does. But the things that matter most to us, some people call it love, some people call it God, some people call it reason, is that other thing where the whole is greater than the some of its parts, and that’s the three. 
Oh great story, they are everywhere. There are millions of them! Abraham Lincoln wins the Civil War and then he decides he’s got enough time to go to the theater. That’s a good story. When Thomas Jefferson said we hold these truths to be self-evident, that all men are created equal, he owned a hundred human beings and never saw the hypocrisy, never saw the contradiction, and more important, never saw fit in his lifetime to free any one of them. That’s a good story. You know the stories that I like to tell are always interesting because the good guys have really serious flaws and the villains are very compelling. My interest is always in complicating things.

Jean Luc Goddard said cinema is truth 24 times a second. Maybe. It’s lying 24 times a second too, all the time, all story is manipulation. Is there acceptable manipulation? You bet. People say oh boy, I was so moved to tears in your film. That’s a good thing? That was, I manipulated that. That’s part of storytelling. I didn’t do it dis-genuinely, I did it sincerely, I am moved by that too, that’s manipulation. Truth is we hope a byproduct of the best of our stories and yet there are many, many different kinds of truths and an emotional truth is something that you have to build.

I made a film on baseball once and it seemed to me that there was a dilemma for the racist of what to do about Jackie Robinson. If you were a Brooklyn Dodger fan and you were a racist, what do you do when he arrives? You can quit baseball all together, you can change teams, or you can change. And I think that the kind of narrative that I subscribe trusts in the possibility that people could change. I hope it’s a positive version of manipulation, but I do think that we do coalesce around stories that seem transcendent.

I don’t know why I tell stories about history I mean there’s kind of classic dime-store Ken Burns wolf-at-the door things, my mother had cancer all of my life, she died when I was 11, there wasn’t a moment from when I was aware, two-and-a-half, three, that there was something dreadfully wrong in my life. It might be that what I’m engaged in, in a historical pursuit is a thin layer perhaps thickly disguised waking of the dead, that I try to make Abraham Lincoln and Jackie Robinson and Louis Armstrong come alive and it maybe very obvious and very close to home who I’m actually trying to wake up. We have to keep the wolf from the door, you know, we tell stories to continue ourselves. We all think an exception is going to be made in our case and we’re going to live forever, and being a human is actually arriving at the understanding that that’s not going to be, story is there to just remind us that it’s just okay.

jueves, 16 de julio de 2015

«Ve y pon un Centinela»: Atticus se pasa al lado obscuro.


¿Qué sentiríamos si descubrimos que el héroe de nuestra infancia es un fraude? ¿Cómo reaccionaríamos si  descubriéramos que Yoda se pasa al lado oscuro de la fuerza o que Gandalf se deja envolver por la maldad del anillo? Algo así sucedió hace dos días con el héroe más popular de la literatura norteamericana del s. XX: Atticus Finch. 

Probablemente conozcan la historia narrada en «Matar a un Ruiseñor». Su protagonista, Atticus, ha sido calificado como el prototipo de padre, como el héroe del siglo XX. En mi caso, es el libro que suelo recomendar a un bachiller que no está seguro de si lo suyo es estudiar derecho; «Matar a un Ruiseñor» presenta los principales problemas de la profesión jurídica, y el tipo de carácter que es preciso construir para convertirse en un buen jurista.

Atticus es un abogado en Alabama. Como abogado honrado, es contratado para defender a un hombre de color acusado injustamente de abusar de una mujer blanca. Con toda la opinión pública en contra, con los dados cargados en su contra, con todo que perder: ¿vale la pena defender lo justo a costa de críticas e incluso del odio y de pasarla mal? Atticus enseña el valor de la empatía, la importancia de la valentía, la lucha por lo justo, con los medios adecuados, como un acto de coherencia de vida. Aunque se meta en problemas.

El libro es de 1960 y su autora, Harper Lee no publicó nada más... Hasta el martes pasado, cuando salió a la venta «Ve y pon un Centinela». Esta segunda novela, fue en realidad escrita primero que «Matar a un Ruiseñor». Cuando el editor leyó el borrador, le sugirió a Lee que desarrollara mejor la historia y el personaje, ambientando los hechos veinte años antes de la protesta original. El borrador se había perdido, hasta que en febrero de este año dieron con él. En «Ve y pon un Centinela», Atticus, el héroe y el padre ideal, se viene al suelo. El defensor de la dignidad de toda persona, se revela como un segregacionista que asistió a una reunión del Ku Kux Klan. El padre ideal, mantiene unos fuertes desacuerdos con su hija.

Todavía no he leído la novela -ya viene en camino- pero las críticas más interesantes que he encontrado ofrecen dos pistas para reconciliar esta decepción. Esta es la primera: los héroes no dejan de ser humanos, y como todos los humanos, tienen nuestras grietas y pasadizos tenebrosos. El nuevo Atticus es un personaje necesita de la  benevolencia que él mismo nos enseñó veinte años antes: «Uno no comprende de veras a una persona hasta que considera las cosas desde su punto de vista…». Es decir, todos los seres humanos cargamos nuestras fallas, y quizá por eso, las cosas justas que podamos realizar son más cautivadoras. Tal vez sólo por eso, nos inspiran a tomarnos en serio los valores que intentan vivir a pesar de sus desaciertos.

La segunda es esta. Lo que «Ve y pon un Centinela» nos enseña, no es tanto el arco histórico de la vida de Atticus, sino el esfuerzo de una escritora por desarrollar a un personaje. Esta segunda novela se escribió primero. «Ve y pon un Centinela» es hasta cierto punto el primer borrador de «Matar a un Ruiseñor». Por eso, lo importante de esta nueva publicación no es tanto la corrupción de Atticus, sino más bien la maduración de un personaje por parte de la autora. Lo relevante es el proceso creativo de una escritora que se esfuerza por hacer creíble y atractivo a  un personaje.

A partir de estos dos tipos de crítica, se nos presentan otros tantos tipos de preguntas: «¿Qué significa que una persona que admiramos, real o ficticia, no vive conforme a los valores que aprendimos de ella? ¿Aquellos valores, realmente valen la pena seguirlos? ¿Cómo convivir con alguien lleno de luces y sombras?». El segundo tipo de preguntas es este: «Desde el punto de vista de un escritor, ¿cómo se hace madurar un personaje? ¿Cómo se inventa un personaje honorable a partir de otro que causa cierto rechazo? En función del tipo de personaje, cómo enfrenta el mundo que lo rodea y qué podemos aprender de él». 

Por lo pronto aquí está el primer capítulo tal y como lo ofrece «El País»

¡Ah! Feliz cumpleaños a Carmen -se me perdió la cadenita-. Y además hoy es su santo.

jueves, 9 de julio de 2015

El «Encierro» que viví en Pamplona.

Foto: Vincent West (Reuters)
Viví dos años en Pamplona y sólo un verano lo pasé durante las fiestas de San Fermín y asistí a dos encierros, en México les llamamos Pamplonadas. Esta semana son los días de la fiesta. Todos, absolutamente todos los que están esos días en Pamplona vestimos de blanco con un algunas líneas rojas en honor al santo mártir. 

Los toros que se lidiarán esa tarde son trasladados de los corrales en los que pasan la noche, a la plaza en un recorrido de poco más de 800 metros. A lo que era una necesidad logística -«¿cómo los llevamos hasta allá? ¡Ah! Lo haremos por las calles»-, se le agregó un componente de eficacia –«¿cómo lo hacemos rápido? Pastores, gente a caballo y a pie que apresuren a los animales»-. Después apareció la diversión -«¿y si corremos mejor delante de ellos?»- y con ello algo de competencia -«¿quién es capaz de correr más junto a un animal de más de media tonelada?»-

El sitio más peligroso para correrlo -curiosamente al mismo tiempo, el más práctico para verlo- es la cuesta de santo Domingo, en los primeros metros del recorrido. Los toros suben por la cuesta que a la mitad llega una escalera peatonal lo que forma una gradería privilegiada. Ahí me senté con dos amigos. 

Los corredores de esa sección del encierro, dicen los que saben, son los más atrevidos. Los toros suben esa pendiente a mucha más velocidad que la carrera de los mozos. Desde la escalera, ves a los corredores estirar las piernas, planear su estrategia, alejarse de los turistas, apretar su quijada y concentrarse. Algunos descubren a los borrachos y piden a la policía que los retire. Según me explicaron, los mejores corredores son los que avanzan más metros, lo más cerca posible del animal. 

A las ocho de la mañana suena un cohete, se abren los corrales y empieza la carrera. 6 toros de lidia y 6 cabrestos en estampida. 10 segundos después ya los pierdes de vista. Sólo oyes las pesuñas golpear el adoquín y a la gente correr. Pasan frente a ti. Me han dicho que los toros son casi ciegos, que se guían por el movimiento. No queda más que correr frente a él, o más bien acompañarlos en el recorrido y no llamar su atención. Doce animales de más de 600 kilos cada uno, que corren más rápido que tu, en una especie de vallado sin salida.

¿De dónde nos viene el gusto por esperar horas para 10 segundos de tensión? ¿A quién se le ocurre poner en riesgo la vida sólo por diversión? Puede ser el deseo de «probar quién eres» y compararte con otros. Quizá sea una forma amateur de acercase a la muerte y palpar su cercanía. Tal vez es una forma de saborear la vida a través de un fuerte trago de miedo y adrenalina. También encuentras algo del extraño sentimiento de hermandad que ahí se genera: aquí estoy con unos desconocidos a los que nos une el paso inevitable de la muerte; nos lo acercan unas bestias irracionales que pudieran atropellarnos, como la muerte; compartimos una misma experiencia para luego seguir en la misma fiesta a lo largo del día.

Aunque yo no corrí en la calle de Santo Domigo, pude sentir lo cerca que convives con la muerte. Pude tocar lo que significa estar vivo. Y puede encontrarme con otros muchos que compartían esa experiencia.

Aquí podrán ver el encierro de hoy, narrado por unos ingleses para una cadena gringa. 

jueves, 2 de julio de 2015

Tres nudos en el debate sobre el matrimonio.

-Oye Judit, ¿qué piensas del argumento de Holoferne? («Judit y Holoferne», Caravaggio,  1599)

En 1599 Caravaggio terminó un cuadro que representa a Judit degollando a Holofernes, un pasaje del Antiguo Testamento. Pensé en este cuadro como imagen del acalorado sobre el acceso al matrimonio y las sentencias de estos días. Sí se ofrecían razones, pero parecía que sólo para justificar que el otro sólo merecía ser degollado. Ya lo decía Héctor Paniagua: sonrían más y juzguen menos. 

No es de extrañar que haya levantado un intenso debate entre posturas encontradas. Al leer los argumentos de ambas partes, me quedaba con la duda: ¿realmente comprendió bien las razones del otro? ¿Veía en sus argumentos algunos datos que sumaban a su propio conocimiento de la realidad?  Más que una búsqueda de motivos, era defensa de posiciones. Es comprensible, el argumento se hilaba con premisas tan evidentes para unos que toda persona razonable tendría que haberlo suscrito. Como eso no sucedía, el "rival" sólo podía ser un fanático (casi siempre religioso o secularizado). Más que diálogo o búsqueda común, aquello  parecía aquello era un choque de trenes o un duelo a muerte. 

John Rawls, por ejemplo, escribe su teoría de la justicia, asumiendo que los desacuerdos son fundamentales y no tienen modo de resolverse, de forma tal que la misión de la teoría política es encontrar el mecanismo para lograr acuerdos que nos permita vivir pacíficamente en común, y se respeten las convicciones de cada uno. Alasdair MacIntyre desde otra escuela filosófica, intenta describir las raíces filosóficas que han preparado una cultura de desacuerdos.

No es mi intención inventar el agua caliente, hecharle leña al fuego o lastimar a nadie. Estos días y el debate me han servido para pensar en tres tipos de problemas que facilitan que un desacuerdo como este haya sido tan ruidoso:

1. Nuestro vocabulario ético y jurídico ha perdido precisión: hemos perdido vocabulario común para referirnos dos cosas distintas, aunque relacionadas. Algo que facilita el desacuerdo. Utilizamos la misma palabra «derecho» para referirnos a lo que éticamente nos parece adecuado y trasladamos su contenido al ámbito jurídico. De esta manera, aunque una cosa es aquello que quiero hacer o lograr conforme a mis ideales:  otra distinta, el modo en que el derecho se ocupa de ellas. Decir «tengo derecho a ir al centro comercial», puede significar tanto «tengo ganas de», «pienso que para mi felicidad debo de», como implica «he de cumplir una obligación jurídica y para eso he de trasladarme». En el primer caso, las categorías, el modo de justificar y los alcances de esa decisión son propias de la ética, cuya finalidad es justificarnos racionalmente las acciones para lograr la plenitud como personas dignas. En el segundo, lo que está en juego y el modo de argumentar, lo constituye el equilibrio apropiado que he de ajustar a partir de las cosas que me relacionan con el otro. El uso de la misma palabra «derecho» para hablar de ámbitos distintos, fomenta la confusión y el desacuerdo. 

2. Cuando ambas partes en el debate sugieren la tolerancia como el único modo posible de coexistir, simplemente señalan un piso mínimo para la convivencia. Pero nos sostenemos en arenas movedizas.
Aquello es una bomba de tiempo. En un de cuentos infantil alemán, el Barón de Münchhaus salió del lago en el que estaba atrapado tirándose de los cabellos hacia arriba. Algo similar pasa con nuestras opiniones, por muy nuestras que sean, para que pueda sacarnos del lago, debe al menos estar sostenida desde fuera, como una rama que jalamos. 

Si nuestra opinión -laica o religiosa- es sólo «lo que yo opino», podrá ser muy mía, pero ¿y si no es real? Una cosa es opinar que saldré del lago, y otra que realmente suceda. Pues bien, creo que en este debate sobre el matrimonio pone de manifiesto la dificultad que tienen las tradiciones religiosas de traducir su discurso en un lenguaje razonable para quien no comparte esa fe: si lo que dice esa religión es real, podrá transformarlo en un discurso racional. Si lo que opina alguien que no tiene fe es real, podrá traducir sus valores a un discurso que pueda ser comprendido y aceptado por alguien que viva una fe religiosa.  

Sin ese esfuerzo estamos como el payaso del que hablaba Kierkegaard. Un circo en Dinamarca fue presa del fuego. El director del circo sólo encontró al payaso para dar aviso al pueblo y lo mandó a pedir auxilio. El payaso gritaba, pidió ayuda. Los aldeanos sólo vieron a un payaso y creyeron que era un truco publicitario del circo: «¡Qué bien actúa! ¡Todo lo que dice, ha de ser tomado como de quien viene: de un payaso!». Las súplicas del payaso sólo provocaron más burla... hasta que se quemó todo el pueblo. 

Así con este debate. Unos trataban al otro como al payaso. "¡Claro es un payaso! Cualquier cosa que diga no es digna de tomarse en serio, no tiene nada nuevo que ofrecerme. El otro sólo muestra su opinión, muy suya, y como es un payaso, no aporta nada nuevo a mi propia búsqueda de aquello que sostiene mi opinión."

3. Ahora algo sobre el matrimonio. Primero un marco de referencia: el matrimonio legal que rige a este país, nos guste o no, gravita en torno a dos adultos que quieren compartir una vida juntos que consideran valioso, ese es su bien esencial  [técnicamente es interpretado así por los jueces, las leyes todavía no han cambiado, aunque no falta mucho para que lo hagan]. El matrimonio legal que rige a este país, lo queramos o no, asume que la procreación puede suceder, pero no es esencial a la institución. Por último, es injusta y debe ser condenada y erradicada cualquier forma de denigración o estigmatización de cualquier persona.  

Pues bien, ¿cómo hacemos que una decisión así sea histórica, no en el sentido de novedad respecto un pasado que se abandona, sino que realmente arraigue y se viva en el futuro? Por lo pronto, necesitamos que se viva en una siguiente generación. Y esta segunda generación ha de transmitirla a una nueva. ¿Qué necesitamos para que exista una siguiente generación en la que arraigue esta modificación histórica? ¿De dónde sacamos nuevos seres humanos a los que transmitiremos esta reforma? ¿Cómo hacemos para que no sólo nazcan humanos sino que también se enteren de estos nuevos valores que  hacen de la sentencia un hito histórica? ¿Cómo hacemos para que los hagan suyos?

Hasta hoy, todavía los seres humanos nacen únicamente de la unión entre un varón y una mujer. Y la forma más barata y posible para tener niños suficientes para un impacto eficaz en toda la sociedad, es la conjunción sexual de dos personas complementarias sexualmente. Si queremos una nueva generación para hacer historia, hemos de someternos a este incontrovertible inconveniente. Si bien es cierto que no todos los matrimonios engendran hijos, sí que lo es que todos los hijos, los son de unos padres. Por eso, mantener unidos a los padres entre sí y a estos con el niño que engendraron permiten al hijo conocer quién es, de dónde viene y le facilitan ser introducido en una tradición a partir de la verdad más radical sobre sí mismo: «fui engendrado por estas dos personas que son mi origen: biológico y de sentido.  Soy para ellos un fin. Soy amado (to love) como persona , no sólo querido (to want) como una mascota». 

Una vez nacidos, los niños han de aprender poco a poco por experimentación, reflexión, repetición de patrones y asimilación libre, los logros históricos y sus valores propios de la generación anterior. Nadie llega al mundo como Mr. Bean, nadie caen del cielo ya vestido, ni llega con un lenguaje aprendido, ni con una cultura ya asimilada.   Además, ¿quién nos cuidará de viejitos? ¿Quién nos cambiará la ropa o pondrá los zapatos? ¿Quién nos cuidará cuando estemos enfermos? ¿De dónde salen las personas que nos acogerán cuando seamos improductivos? En otro tipo de preguntas, ¿quién trabajará y pagará sus impuestos para mantener al Estado y sus servicios? ¿De dónde sacamos ciudadanos que lo hagan, que sean trabajadores y estén formados cívicamente como para aceptar las leyes y el pago de impuestos? 

Con la sentencia que desvincula la conyugalidad de los elementos esenciales del matrimonio, se reconocen nuevos modelos de familia. ¿Hay alguno de esos modelos que aporte algo único a la sociedad, tan importante que valga la pena promoverlo por su eficacia -algo así como la promoción de las mejores prácticas- y no sólo se le permita ser? 

El debate sobre el matrimonio enfrentaba dos tipos de preguntas y problemas: Primero, ¿en qué medida un deseo personal de hacer algo que se considera valioso -acceder al matrimonio- es tan relevante como para que el Estado se preocupe por el amor de dos personas y otorgue ese acceso?  ¿Es motivo suficiente el deseo de proteger una decisión de la autonomía personal? Y segundo, ¿en qué medida ese acceso al matrimonio compromete, dificulta o impide la eficacia que la sociedad espera del modelo heterosexual que mantiene unidos a los hijos con sus padres y a los padres entre sí?

Más todavía: ¿Hay algún punto de encuentro entre estas dos series de  preguntas? ¿Hasta qué punto? ¿Sólo existen argumentos utilitarios para hablar del matrimonio o en qué sentido es un bien para la persona que valga ofrecer en sí mismo?