-Oye Judit, ¿qué piensas del argumento de Holoferne? («Judit y Holoferne», Caravaggio, 1599) |
En 1599 Caravaggio terminó un cuadro que representa a Judit degollando a Holofernes, un pasaje del Antiguo Testamento. Pensé en este cuadro como imagen del acalorado sobre el acceso al matrimonio y las sentencias de estos días. Sí se ofrecían razones, pero parecía que sólo para justificar que el otro sólo merecía ser degollado. Ya lo decía Héctor Paniagua: sonrían más y juzguen menos.
No es de extrañar que haya levantado un intenso debate entre posturas encontradas. Al leer los argumentos de ambas partes, me quedaba con la duda: ¿realmente comprendió bien las razones del otro? ¿Veía en sus argumentos algunos datos que sumaban a su propio conocimiento de la realidad? Más que una búsqueda de motivos, era defensa de posiciones. Es comprensible, el argumento se hilaba con premisas tan evidentes para unos que toda persona razonable tendría que haberlo suscrito. Como eso no sucedía, el "rival" sólo podía ser un fanático (casi siempre religioso o secularizado). Más que diálogo o búsqueda común, aquello parecía aquello era un choque de trenes o un duelo a muerte.
John Rawls, por ejemplo, escribe su teoría de la justicia, asumiendo que los desacuerdos son fundamentales y no tienen modo de resolverse, de forma tal que la misión de la teoría política es encontrar el mecanismo para lograr acuerdos que nos permita vivir pacíficamente en común, y se respeten las convicciones de cada uno. Alasdair MacIntyre desde otra escuela filosófica, intenta describir las raíces filosóficas que han preparado una cultura de desacuerdos.
No es mi intención inventar el agua caliente, hecharle leña al fuego o lastimar a nadie. Estos días y el debate me han servido para pensar en tres tipos de problemas que facilitan que un desacuerdo como este haya sido tan ruidoso:
1. Nuestro vocabulario ético y jurídico ha perdido precisión: hemos perdido vocabulario común para referirnos dos cosas distintas, aunque relacionadas. Algo que facilita el desacuerdo. Utilizamos la misma palabra «derecho» para referirnos a lo que éticamente nos parece adecuado y trasladamos su contenido al ámbito jurídico. De esta manera, aunque una cosa es aquello que quiero hacer o lograr conforme a mis ideales: otra distinta, el modo en que el derecho se ocupa de ellas. Decir «tengo derecho a ir al centro comercial», puede significar tanto «tengo ganas de», «pienso que para mi felicidad debo de», como implica «he de cumplir una obligación jurídica y para eso he de trasladarme». En el primer caso, las categorías, el modo de justificar y los alcances de esa decisión son propias de la ética, cuya finalidad es justificarnos racionalmente las acciones para lograr la plenitud como personas dignas. En el segundo, lo que está en juego y el modo de argumentar, lo constituye el equilibrio apropiado que he de ajustar a partir de las cosas que me relacionan con el otro. El uso de la misma palabra «derecho» para hablar de ámbitos distintos, fomenta la confusión y el desacuerdo.
2. Cuando ambas partes en el debate sugieren la tolerancia como el único modo posible de coexistir, simplemente señalan un piso mínimo para la convivencia. Pero nos sostenemos en arenas movedizas.
Aquello es una bomba de tiempo. En un de cuentos infantil alemán, el Barón de Münchhaus salió del lago en el que estaba atrapado tirándose de los cabellos hacia arriba. Algo similar pasa con nuestras opiniones, por muy nuestras que sean, para que pueda sacarnos del lago, debe al menos estar sostenida desde fuera, como una rama que jalamos.
Si nuestra opinión -laica o religiosa- es sólo «lo que yo opino», podrá ser muy mía, pero ¿y si no es real? Una cosa es opinar que saldré del lago, y otra que realmente suceda. Pues bien, creo que en este debate sobre el matrimonio pone de manifiesto la dificultad que tienen las tradiciones religiosas de traducir su discurso en un lenguaje razonable para quien no comparte esa fe: si lo que dice esa religión es real, podrá transformarlo en un discurso racional. Si lo que opina alguien que no tiene fe es real, podrá traducir sus valores a un discurso que pueda ser comprendido y aceptado por alguien que viva una fe religiosa.
Sin ese esfuerzo estamos como el payaso del que hablaba Kierkegaard. Un circo en Dinamarca fue presa del fuego. El director del circo sólo encontró al payaso para dar aviso al pueblo y lo mandó a pedir auxilio. El payaso gritaba, pidió ayuda. Los aldeanos sólo vieron a un payaso y creyeron que era un truco publicitario del circo: «¡Qué bien actúa! ¡Todo lo que dice, ha de ser tomado como de quien viene: de un payaso!». Las súplicas del payaso sólo provocaron más burla... hasta que se quemó todo el pueblo.
Así con este debate. Unos trataban al otro como al payaso. "¡Claro es un payaso! Cualquier cosa que diga no es digna de tomarse en serio, no tiene nada nuevo que ofrecerme. El otro sólo muestra su opinión, muy suya, y como es un payaso, no aporta nada nuevo a mi propia búsqueda de aquello que sostiene mi opinión."
3. Ahora algo sobre el matrimonio. Primero un marco de referencia: el matrimonio legal que rige a este país, nos guste o no, gravita en torno a dos adultos que quieren compartir una vida juntos que consideran valioso, ese es su bien esencial [técnicamente es interpretado así por los jueces, las leyes todavía no han cambiado, aunque no falta mucho para que lo hagan]. El matrimonio legal que rige a este país, lo queramos o no, asume que la procreación puede suceder, pero no es esencial a la institución. Por último, es injusta y debe ser condenada y erradicada cualquier forma de denigración o estigmatización de cualquier persona.
Pues bien, ¿cómo hacemos que una decisión así sea histórica, no en el sentido de novedad respecto un pasado que se abandona, sino que realmente arraigue y se viva en el futuro? Por lo pronto, necesitamos que se viva en una siguiente generación. Y esta segunda generación ha de transmitirla a una nueva. ¿Qué necesitamos para que exista una siguiente generación en la que arraigue esta modificación histórica? ¿De dónde sacamos nuevos seres humanos a los que transmitiremos esta reforma? ¿Cómo hacemos para que no sólo nazcan humanos sino que también se enteren de estos nuevos valores que hacen de la sentencia un hito histórica? ¿Cómo hacemos para que los hagan suyos?
Hasta hoy, todavía los seres humanos nacen únicamente de la unión entre un varón y una mujer. Y la forma más barata y posible para tener niños suficientes para un impacto eficaz en toda la sociedad, es la conjunción sexual de dos personas complementarias sexualmente. Si queremos una nueva generación para hacer historia, hemos de someternos a este incontrovertible inconveniente. Si bien es cierto que no todos los matrimonios engendran hijos, sí que lo es que todos los hijos, los son de unos padres. Por eso, mantener unidos a los padres entre sí y a estos con el niño que engendraron permiten al hijo conocer quién es, de dónde viene y le facilitan ser introducido en una tradición a partir de la verdad más radical sobre sí mismo: «fui engendrado por estas dos personas que son mi origen: biológico y de sentido. Soy para ellos un fin. Soy amado (to love) como persona , no sólo querido (to want) como una mascota».
Una vez nacidos, los niños han de aprender poco a poco por experimentación, reflexión, repetición de patrones y asimilación libre, los logros históricos y sus valores propios de la generación anterior. Nadie llega al mundo como Mr. Bean, nadie caen del cielo ya vestido, ni llega con un lenguaje aprendido, ni con una cultura ya asimilada. Además, ¿quién nos cuidará de viejitos? ¿Quién nos cambiará la ropa o pondrá los zapatos? ¿Quién nos cuidará cuando estemos enfermos? ¿De dónde salen las personas que nos acogerán cuando seamos improductivos? En otro tipo de preguntas, ¿quién trabajará y pagará sus impuestos para mantener al Estado y sus servicios? ¿De dónde sacamos ciudadanos que lo hagan, que sean trabajadores y estén formados cívicamente como para aceptar las leyes y el pago de impuestos?
Con la sentencia que desvincula la conyugalidad de los elementos esenciales del matrimonio, se reconocen nuevos modelos de familia. ¿Hay alguno de esos modelos que aporte algo único a la sociedad, tan importante que valga la pena promoverlo por su eficacia -algo así como la promoción de las mejores prácticas- y no sólo se le permita ser?
El debate sobre el matrimonio enfrentaba dos tipos de preguntas y problemas: Primero, ¿en qué medida un deseo personal de hacer algo que se considera valioso -acceder al matrimonio- es tan relevante como para que el Estado se preocupe por el amor de dos personas y otorgue ese acceso? ¿Es motivo suficiente el deseo de proteger una decisión de la autonomía personal? Y segundo, ¿en qué medida ese acceso al matrimonio compromete, dificulta o impide la eficacia que la sociedad espera del modelo heterosexual que mantiene unidos a los hijos con sus padres y a los padres entre sí?
Más todavía: ¿Hay algún punto de encuentro entre estas dos series de preguntas? ¿Hasta qué punto? ¿Sólo existen argumentos utilitarios para hablar del matrimonio o en qué sentido es un bien para la persona que valga ofrecer en sí mismo?
Más todavía: ¿Hay algún punto de encuentro entre estas dos series de preguntas? ¿Hasta qué punto? ¿Sólo existen argumentos utilitarios para hablar del matrimonio o en qué sentido es un bien para la persona que valga ofrecer en sí mismo?
No hay comentarios:
Publicar un comentario