viernes, 9 de mayo de 2014

¿Qué es«virtud»? MacIntyre sobre Jane Austen

El 9 de mayo de 1814, hace 200 años, se anunció la publicación de «Mansfield Park». Fanny Price, la segunda de nueve hermanos, fue enviada a vivir a la casa de su tía, Mansfield Park, a los 10 años. Intuitiva e inteligente. A diferencia de Elizabeth Bennet (la heroína de «Pride and Prejudice»), Fanny es tímida. También se distingue de Elinor Dashwood (la heroína «Sense and Sensibility»), Fanny no es tan guapa. A diferencia de Emma Woodhouse (la heroína de «Emma»), no tiene dinero. Fanny es insignificante en el lugar donde vive, Mansfield Park. No tiene nada, sólo la rectitud de su juicio para responder a la pregunta «¿cómo he de comportarme dignamente a pesar de las consecuencias?». Y porque sólo tiene su «buen juicio» o «buen carácter» algunos críticos la califican como la más desabrida de los personajes de Jane Austen. Como si Jane Austen la hubiera escondido en el mundo de personajes moralmente atrofiados, para ser la única que se da cuenta de lo que ahí sucede. «Pero a pesar de que Fanny es insípida, que no es lo mismo que mojigata o pedante, siempre está en lo correcto en el sentido de que para ella, y sólo ella se da cuenta, que el mundo de Mansfield Park siempre aparece tal y como, en la visión de Jane Austen, es en realidad», dice de ella C.S. Lewis (aquí)

Fanny Price representa con mayor nitidez lo que para Jane Austen es la persona virtuosa y Mansfield Park el contexto donde éstas son comprensibles y practicables por que forman parte de la tradición gracias a la cual se aprenden y se viven. Es una síntesis del argumento de Alasdair MacIntyre sobre lo que significa la virtud.

1. El argumento de «After Virtue»


En su famoso libro, «After Virtue», MacIntyre explica que en una cultura como la nuestra, los desacuerdos en materia ética son irresolubles, porque los protagonistas de posiciones rivales invocan posiciones morales inconmensurables. ¿Por qué es así? Hemos heredado de la Ilustración un vocabulario moral en cuyo origen formaba parte de un argumento coherente, pero al menos desde el XVII ha perdido su significado y su relación con otros conceptos. De forma tal, que utilizamos palabras elegantes y sonoras como «dignidad», «libertad», «derechos humanos» con la intención de que su objetividad resuelve la justificación de nuestras conclusiones. En el fondo, para la Ilustración, esas palabras no tienen un contenido justificable fuera del sujeto que las sostiene. ¿Por qué «yo» habría de estar vinculado a «tu» concepto de dignidad? El argumento moral ilustrado está atrapado en esos conceptos vacíos, sostenidos en la formalidad lógica, en el deseo de que cualquier agente racional deba aceptar esas conclusiones necesarias.

Una de las palabras que se heredó del mundo antiguo y medieval, pero perdió su significado originario fue el de «virtud». El filósofo escocés propone que para recuperar su carácter esencial a la ética y su conexión con el razonamiento moral, se ha de recuperar tanto lo que él llama «práctica», como los «bienes internos a esas práctica».
«Por «práctica» entenderemos cualquier forma coherente y compleja de actividad humana cooperativa, establecida socialmente, mediante la cual se realizan los bienes inherentes a la misma mientras se intenta lograr los modelos de excelencia que le son apropiados a esa forma de actividad y la definen parcialmente, con el resultado de que la capacidad humana de lograr la excelencia y los conceptos humanos de los fines y bienes que conlleva se extienden sistemáticamente.» 
Un futbolista puede jugar ese deporte por que busca fama, dinero, reconocimiento o premios. Entre estos bienes y la práctica del fútbol, no existe una conexión interna necesaria: se puede conseguir fama, dinero o premios con otras prácticas distintas al fútbol. Sólo quien practica el fútbol y es hábil hasta cierto nivel, es capaz de identificar los bienes de ese deporte, justificarlos racionalmente, quererlos eficazmente y gozarlos establemente. 

La excelencia en el fútbol sólo se logra si se siguen las prácticas que se protegen y promueven con las reglas y leyes de ese deporte. Éstas últimas sólo tienen sentido, y pueden justificarse, en función de las prácticas que se han de realizar. A su vez, las prácticas, tienen sentido y se justifican en función de los bienes internos. Tenemos pues, que las leyes, reglas y principios que sigue un aprendiz, lo introducen en unas prácticas tal y como las vive una tradición: el novato del deporte requiere de una comunidad de personas que ya es hábil y experimentado en las practicas y en los bienes internos, gracias a la cual puede ser introducido en ellos. Esa comunidad y esas prácticas comparten una historia, una herencia, una tradición gracias a la cual las hacen inteligibles, enseñables y aprendibles.

Es como en Karate Kid. Sólo hasta que Daniel San repitió la práctica del karate, –enseñado por un maestro, obligado por unas leyes, vinculado por unas reglas, orientado por unos principios- logro la experiencia que le permitió reflexionar y comprender los bienes internos de esa práctica; y por lo tanto comportarse con excelencia respecto a los bienes internos de esa práctica. De esta manera, los «bienes internos» son tales de una «práctica» por dos motivos: primero porque se concretan, expresan y realizan gracias a esa práctica; y segundo, porque «sólo pueden identificarse y reconocerse participando en la práctica en cuestión». Quien haya experimentado esa práctica, quien no la ha aprendido de otros, es incapaz de razonar y comprender ese bien. 

Así las cosas, para MacIntyre, la 
«virtud es una cualidad humana adquirida, cuya posesión y ejercicio tiende a hacernos capaces de lograr aquellos bienes que son internos a las prácticas y cuya carencia nos impide efectivamente el lograr cualquiera de tales bienes. (...) Por tanto, no es accidental que cada práctica tenga su propia historia, constituida por algo más que el mero progreso de las habilidades técnicas pertinentes. En relación con las virtudes, esta dimensión histórica es fundamental.»
Desde Homero hasta la Edad Media europea, puede seguirse un argumento sobre la virtud tanto como práctica como tradición gracias a las cuales podía comprenderse y florecer la vida humana y una comunidad. 

2. Jane Austen al rescate.

Para esta forma de razonar es necesario partir de cuatro presupuestos: (i) la «persona-tal-cual-es» (men-as-he-happens-to-be),  (ii) la «persona-como-sería-si-realiza-su-telos» y (iii) la razón práctica y sus leyes que miden la acción por las que se pasa de (i) a (ii), y (iv) una tradición que contenga la cultura y leyes que fomenten esas prácticas. Es un razonamiento que depende del telos, se argumenta a partir de una tradición que me educa en esas prácticas y se vive en el contexto de una comunidad dirigida al florecimiento de un bien compartido.

A partir de los siglos XVII y XVIII, ese esquema de razonar éticamente perdió sus componentes (ii) y (iv), modificó profundamente el compete (i) y (iii) y se olvidó por completo del (iv). La Ilustración, sólo ofrece como justificación de la ética un conjunto reglas lógicas para maquillar de racionalidad pretensiones subjetivas lógicas (Kant) o sentimentales (Hume). ¿Cómo superar el emotivismo en nuestro razonamiento ético? ¿Cómo ver que el argumento moral Ilustrado es el choque de trenes de pretensiones subjetivas cubiertos con la máscara de objetividad? ¿Cómo explicar la virtud de forma racionalmente coherente sin reducirla a mandatos lógicos -imperativos categóricos- o sólo sentimientos morales? ¿Cómo navegar entre demasiadas concepciones rivales y alternativas de virtudes y de la vida buena?

Es este contexto, en el rescate del concepto clásico occidental de virtud,   donde MacIntyre manda llamar a Jane Austen. Se sirve tanto de su lista de virtudes (las  «practicas» y los «bienes a los que estas apuntan»), como de la «tradición» o «contexto» donde estas tienen sentido. MacIntyre reconoce en Austen a una heredera del concepto clásico occidental de virtud y por lo tanto un puente entre nosotros y el concepto originario de virtud.

3. La lista de virtudes austenianas y su contexto. 

MacIntyre reconoce cuatro virtudes como el catálogo austeniano de practicas que se dirigen a bienes humanos: la constancia, la autenticidad, el autonocimiento y la afabilidad. La primera virtud es la constancia, gracias a la cual el personaje logra consistencia propia y unidad narrativa: el personaje es auténtico personaje, reconocible por otros y por él mismo. Todas sus heroínas son constantes en lo que ellas consideran como comportamiento adecuado y gracias a ello, logran un final feliz. La segunda virtud es la autenticidad, práctica que permite indirectamente distinguir la apariencia de virtud con la virtud real, Pensemos en la falta de esta virtud en  John Willoughby o Fanny Ferras («Sense and Sensibility»), en George Wickham o Catherine De Bourg («Pride and Prejudice»), John Elton («Emma») o Henry Crawford («Mansfield Park»).

La insípida Fanny Price.
La tercera virtud austeniana, es el autoconocimiento, la capacidad eficaz de reconocer a partir de una honesta reflexión, quiénes somos en realidad. Siempre hay un personaje que despierta de su falta de virtud gracias a la reflexión eficaz sobre su propia vida. Pensemos en Elizabeth Bennet o en Emma: su falta de virtud se reconoce en un error en el juicio sobre los hechos y sobre ellas mismas.  Su autoconocimiento va precedido de un un sincero arrepentimiento que les permite perseguir la virtud por sí misma, y no por alguna utilidad que se lograría con ella. Es el autoexamen –la sincera entrevista consigo misma, la contemplación y reflexión de la vida digna que se pone en juego con la acción- lo que permite el reconocimiento y confesión de la propia culpa o de su carácter atrofiado. De ahí se sigue el arrepentimiento y por último el conocimiento de sí misma.
La cuarta virtud es la afabilidad o mejor dicho, la amabilidad por la que el poseedor tiene cierto afecto real -no simulado- por las personas. A diferencia de Hobbes –«el hombre es el lobo del hombre»- o el utilitarismo de Hume, en Jane Austen  la vida social, y las virtudes que la permiten, no busca administrar egoísmos a base de cálculos utilitarios y amenazas, sino construir auténticas relaciones personales, reconocibles en la felicidad hogareña. Las virtudes austenianas permiten conocer auténticamente a las personas y entablar relaciones significativas con ellas. Para lograrlo es importante conocer quién es realmente cada personaje, y mostrar hacia él una preocupación auténtica de que logre una vida digna.

Es así como para Jane Austen, las virtudes proporcionan la estructura en la que el «telos» del ser humano puede alcanzarse. Algo que sólo sucede y puede pensarse en un contexto (la tradición en la que se descubren esas virtudes) claramente reconocible: un matrimonio logrado y la vida familiar. Las cuatro virtudes capacitan y permiten construir un matrimonio feliz y gozar la vida ordinaria de una familia.

Es mérito de Jane Austen, dice MacIntyre, descubrir que las virtudes escondidas en la tradición de la que ella forma parte. O dicho al revés, Austen se sirve de cuatro prácticas en las que se espera excelencia en sus personajes, gracias a las cuales pueden razonar y participar eficazmente en una tradición. Austen no explica una teoría de la «virtud-en-sí-misma», sino que «identifica la esfera social dentro de la cual puede continuar la práctica de las virtudes». En su caso, el contexto donde sucede y se realiza la virtud. Lo que en Aristóteles sería la polis, en Tomás de Aquino la comunidad de coordinación completa (el reino/ciudad-medieval), en Jane Austen es la vida en Mansfield Park, o la expectativa familiar en Pemberley («Pride and Prejudice»), o la tradición aprendida en Norland («Sense and Sensibility»), etc.

Con todo ello, la sabiduría de Fanny Price implica no sólo la agudeza mental y la capacidad de acertar en el juicio, sino que los modos en que ella razona en el contexto de una tradición y una autoridad. Fanny Price es la heroína que sabe pensar y contemplar de Jane Austen. Es virtuosa y prudente, y sabe ser fuerte y atemperada. Sabe que que la virtud se refiere más a un estilo de vida y a un modo correcto de razonar y Jane Austen construye para ella incluso un espacio físico donde puede introducirse para pensar  y comprometerse en consecuencia con lo que le parece correcto.

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Aquí está los textos de MacIntyre en «Tras la Virtud». Si quisieras, aquí puedes bajar The Claims of After Virtue, donde MacIntyre explica por sí mismo lo que quiso decir con su libro. Aquí abajo los fragmentos de «Tras la Virtud»

Capítulo 14. La Naturaleza de las Virtudes.

[...]
Volvamos a comparar las tres listas de virtudes hasta ahora consideradas, la homérica, la aristotélica y la del Nuevo Testamento, con dos listas más tardías, la una entresacada de las novelas de Jane Austen y la otra construida por Benjamín Franklin. Dos rasgos resaltan en la lista de Jane Austen. El primero, la importancia que concede a la virtud que llama «constancia», sobre la que hablaré más en un capítulo posterior. En algunos aspectos, la constancia juega en Jane Austen el papel que juega la phrónesis en Aristóteles; es la virtud cuya posesión es requisito previo para la posesión de las demás. El segundo rasgo es el que Aristóteles trata como virtud de la afabilidad (virtud para la que dice no haber nombre), pero que ella considera tan sólo como simulacro de una virtud auténtica, que sería la amabilidad. Según Aristóteles, el hombre que practica la afabilidad lo hace por consideraciones de honor y conveniencia; por el contrario, Jane Austen creía posible y necesario que el poseedor de esa virtud tuviera cierto afecto real por las personas. (Importa observar que Jane Austen es cristiana.) Recordemos que el mismo Aristóteles había tratado el valor militar como simulacro del verdadero valor. Así, encontramos aquí otro tipo de desacuerdo acerca de las virtudes; a saber, acerca de qué cualidades humanas son virtudes auténticas y cuáles son meros simulacros.
 
[...] 
Toda práctica conlleva, además de bienes, modelos de excelencia y obediencia a reglas. Entrar en una práctica es aceptar la autoridad de esos modelos y la cortedad de mi propia actuación, juzgada bajo esos criterios. La sujeción de mis propias actitudes, elecciones, preferencias y gustos a los modelos es lo que define la práctica parcial y ordinariamente. Por supuesto, las prácticas, como ya he señalado, tienen historia: los juegos, las ciencias y las artes, todos tienen historia. Por tanto los propios modelos no son inmunes a la crítica, pero, no obstante, no podemos iniciarnos en una práctica sin aceptar la autoridad de los mejores modelos realizados hasta ese momento. Sí, al comenzar a escuchar música, no admito mi propia incapacidad para juzgar correctamente, nunca aprenderé a escuchar, para no hablar de llegar a apreciar los últimos cuartetos de Bartok. Si al empezar a jugar al béisbol no admito que los demás sepan mejor que yo cuándo lanzar/una pelota rápida y cuando no, nunca aprenderé a apreciar un buen lanzamiento y menos a lanzar. En el dominio de la práctica, la autoridad tanto de los bienes como de los modelos opera de tal modo que impide cualquier análisis subjetivista y emotivista. De gustibus est disputando
[...] 
Para situar las virtudes algo mejor dentro de las prácticas, es necesario clarificar un poco más la naturaleza de la práctica planteando dos oposiciones importantes. Espero que con lo expuesto hasta el momento haya quedado claro que una práctica, en el sentido propuesto, no es un mero conjunto de habilidades técnicas, aunque estén encaminadas a un propósito unificado e incluso aunque el ejercicio de estas habilidades pueda en ocasiones valorarse o disfrutarse por sí mismo. Lo que distingue a una práctica, en parte, es la manera en que los conceptos de los bienes y fines relevantes a los que sirve la habilidad técnica (y toda práctica exige el ejercicio de habilidades técnicas) se transforman y enriquecen por esa ampliación de las facultades humanas y en consideración a esos bienes internos que parcialmente definen cada práctica concreta o tipo de práctica. Las prácticas nunca tienen meta o metas fijadas para siempre, la pintura no tiene tal meta, como no la tiene la física, pero las propias metas se trasmutan a través de la historia de la actividad. Por tanto, no es accidental que cada práctica tenga su propia historia, constituida por algo más que el mero progreso de las habilidades técnicas pertinentes. En relación con las virtudes, esta dimensión histórica es fundamental. 
Entrar en una práctica es entrar en una relación, no sólo con sus practicantes contemporáneos, sino también con los que nos han precedido en ella, en particular con aquellos cuyos méritos elevaron el nivel de la práctica hasta su estado presente. Así, los logros, y a fortiori la autoridad, de la tradición son algo a lo que debo enfrentarme y de lo que debo aprender. Y para este aprendizaje y la relación con el pasado que implica, son prerrequisitos las virtudes de la justicia, el valor y la veracidad, del mismo modo y por las mismas razones que lo son para mantener las relaciones que se dan dentro de las prácticas. 
Por supuesto, no sólo las prácticas deben contrastarse con los conjuntos de habilidades técnicas. Las prácticas no deben confundirse con las instituciones. El ajedrez, la física y la medicina son prácticas; los clubes de ajedrez, los laboratorios, las universidades y los hospitales son instituciones. Las instituciones están típica y necesariamente comprometidas con lo que he llamado bienes externos. Necesitan conseguir dinero y otros bienes materiales; se estructuran en términos de jerarquía y poder y distribuyen dinero, poder y jerarquía como recompensas. No podrían actuar de otro modo, puesto que deben sostenerse a sí mismas y sostener también las prácticas de las que son soportes. Ninguna práctica puede sobrevivir largo tiempo si no es sostenida por instituciones. En realidad, tan íntima es la relación entre prácticas e instituciones, y en consecuencia la de los bienes externos con los bienes internos a la práctica en cuestión, que instituciones y prácticas forman típicamente un orden causal único, en donde los ideales y la creatividad de la práctica son siempre vulnerables a la codicia de la institución, donde la atención cooperativa al bien común de la práctica es siempre vulnerable a la competitividad de la institución. En este contexto, la función esencial de las virtudes está clara. Sin ellas, sin la justicia, el valor y la veracidad, las prácticas no podrían resistir al poder corruptor de las instituciones.
[...]
Capítulo 16. De las Virtudes a la Virtud y Tras la virtud.
«Para sobrevivir, sus heroínas se ven obligadas a buscar la seguridad económica, aunque no a causa de la amenaza del mundo económico externo; el telos de sus heroínas es la vida dentro de un tipo especial de matrimonio y un tipo especial de familia, de la que el matrimonio será el foco. Sus novelas son una crítica moral sobre los padres y guardianes, así como también sobre los jóvenes románticos; porque los peores padres y guardianes, la estúpida señora Bennet y el irresponsable señor Bennet, son lo que pueden llegar a ser los jóvenes románticos si no aprenden lo que es debido acerca del matrimonio. Pero, ¿por qué es el matrimonio tan importante [como para ser la esfera en la que es posible comprender y vivir la virtud]? 
A finales del siglo XVIII, la producción ha salido del ámbito familiar y las mujeres en su mayoría han dejado de trabajar dentro de relaciones laborales no muy diferentes de las de los hombres, puesto que están divididas en dos clases: el pequeño grupo de mujeres ociosas, que no tienen trabajo con que llenar el día, y para las que hay que inventar ocupaciones, como el ganchillo, la lectura de noveluchas y el chismorreo, consideradas «esencialmente femeninas» tanto por los hombres como por las mujeres; y el gigantesco grupo de mujeres condenadas al fatigoso servicio doméstico, a la explotación de la fábrica o a la prostitución. Cuando la producción era doméstica, la hermana o la tía soltera era un miembro útil y valioso de la familia; la «solterona» hilaba, por supuesto. A partir del siglo XVIII la expresión adquirió el matiz denigratorio; y sólo entonces la mujer que no se casaba tuvo que padecer el confinamiento en el exilio doméstico como su suerte típica. De ahí que rechazar un mal casamiento sea un acto de gran valor, que es central en la trama de Mansfield Park. La emoción más importante que subyace a las novelas de Jane Austen es lo que D. W. Harding llamó su «odio metódico» hacia la actitud de la sociedad para con la mujer soltera:
“Su hija gozaba de una popularidad muy poco común en una mujer que no era ni joven, ni hermosa, ni rica, ni casada. La posición social de la señorita Bates era de las peores para que gozara de tantas simpatías; no tenía ninguna superioridad intelectual para compensar lo demás o para intimidar a los que hubieran podido detestarla y hacer que le demostraran un aparente respeto. Nunca había presumido ni de belleza ni de inteligencia. Su juventud había pasado sin llamar la atención, y ya de edad madura se había dedicado a cuidar a su decrépita madre, y a la empresa de hacer con sus exiguos ingresos el mayor número posible de cosas. Sin embargo era una mujer feliz, y una mujer a quien nadie nombraba sin benevolencia. Era su gran buena voluntad y lo contentadizo de su carácter lo que obraba estas maravillas. (Emma, Vol. 1 cap. 3)”
Démonos cuenta de que la señorita Bates está excepcionalmente favorecida porque es excepcionalmente buena. Por lo común, si no se es rico, hermoso, joven o casado, sólo se conseguirá el respeto ajeno empleando la propia superioridad intelectual para asombrar a los que, de otra manera, nos despreciarían. Así podemos imaginar que actuaba la propia Jane Austen. 
Cuando Jane Austen habla de «felicidad» lo hace como aristotélica. Gilbert Ryle creyó que su aristotelismo, en el que vio la clave del temple de sus novelas, quizá derivaba de la lectura de Shaftesbury. Con igual justicia, C. S. Lewis ve en ella a una escritora esencialmente cristiana. La unión de temas cristianos y aristotélicos en un contexto social determinado es lo que hace de Jane Austen la última gran voz eficaz e imaginativa de la tradición de pensamiento y práctica de las virtudes que he intentado identificar. Abandona los catálogos de virtudes que estaban en boga durante el siglo XVIII y restaura una perspectiva teleológica. Sus heroínas buscan el bien por medio de la búsqueda de su propio bien mediante el matrimonio. Los cotos familiares de Highbury y Mansfield Park tienen que servir como sustitutos de la ciudad-estado griega y del reino medieval.
Jane Austen, 1775-1817
Por tanto, gran parte de lo que dice acerca de las virtudes y los vicios es totalmente tradicional. Alaba la virtud de ser socialmente agradable, como Aristóteles, aunque aún más, tanto en sus cartas como en sus novelas, la virtud de la amabilidad, que requiere un aprecio cariñoso hacia el prójimo y no sólo la apariencia de ese aprecio encarnada en las formas del trato. Al fin y al cabo es cristiana y, por lo tanto, profundamente suspicaz ante el trato sociable que oculta la carencia de verdadera amabilidad. Alaba al modo aristotélico la inteligencia práctica y al modo cristiano la humildad. Pero no sólo reproduce la tradición; continuamente la acrece y al acrecentarla se guía por tres preocupaciones fundamentales.
La primera [la constancia, como requisito previo para la obtención de las demás virtudes] ya la he puesto de relieve. Dado el clima moral de su tiempo, forzosamente la preocupan de una manera completamente nueva las virtudes fingidas. La moralidad no es nunca en Jane Austen la mera inhibición y regularización de las pasiones; aunque así pudiera parecérselo a quienes, como Marianne Dashwood, se han identificado a sí mismos románticamente con una pasión dominante y hacen de forma muy poco humana a la razón servidora de las pasiones. Moralidad significa más bien educar las pasiones; pero la apariencia exterior de la moralidad siempre puede encubrir pasiones sin educar. Y la perversidad de Marianne Dashwood es la perversidad de una víctima, mientras que el decoro superficial de Henry y Mary Crawford, junto con su elegancia y encanto, son un disfraz para sus pasiones sin educación moral, que les permite hacer víctimas de ello tanto a los demás como a sí mismos. Henry Crawford es el disimulador «par excellence». Alardea de su habilidad para representar papeles y deja claro en una conversación que considera que «ser un clérigo» es «dar la impresión de ser un clérigo». El yo está casi, si no completamente, disuelto en la presentación del yo, pero lo que en el mundo social de Goffman ha llegado a ser «la» forma del yo, en el mundo de Jane Austen todavía es síntoma de los vicios.
La contrapartida de la preocupación de Jane Austen por el fingimiento es el lugar central que asigna a un autoconocimiento más cristiano que socrático, que sólo puede lograrse por medio de cierto tipo de arrepentimiento. En cuatro de sus seis grandes novelas hay una escena de reconocimiento en donde la persona a la que el héroe o la heroína reconoce es ella misma. «Hasta este momento nunca me había conocido», dice Elizabeth Bennet. «Cómo comprender los engaños que consigo misma había tenido y seguir viviendo», medita Emma. El autoconocimiento es para Jane Austen una virtud tanto intelectual como moral, muy cercana a otra virtud que considera fundamental y que es relativamente nueva en el catálogo de las virtudes. 
Cuando Kierkegaard opuso los modos de vida ético y estético en Enten-Eller, argumentaba que la vida estética es aquella en que la vida humana se disuelve en una serie de momentos presentes separados, en la que la unidad de la vida humana se pierde de vista. Por el contrario, en la vida ética los compromisos y responsabilidades con el futuro surgen de episodios pasados en que se concibieron obligaciones, y los deberes asumidos unen el presente con el pasado y el futuro de modo que conforman así la unidad de la vida humana. La unidad a que Kierkegaard se refiere es la unidad narrativa, cuyo lugar central en la vida de las virtudes he descrito en el capítulo precedente. En la época de Jane Austen esa unidad ya no podía tratarse como una mera presuposición o contexto de la vida virtuosa. Ha de ser continuamente reafirmada, y su reafirmación más en los hechos que en las palabras es la virtud que Jane Austen llama constancia. La constancia es fundamental en dos novelas por lo menos, Mansfield Park y Persuasión, en cada una de las cuales es la virtud central de la heroína. La constancia, según palabras que Jane Austen pone en boca de Anne Elliot en su última novela, es una virtud que las mujeres practican mejor que los hombres. Y sin constancia, todas las demás virtudes pierden su objetivo hasta cierto punto. La constancia refuerza, y se refuerza con, la virtud cristiana de la paciencia, pero no es lo mismo que la paciencia, así como la paciencia refuerza, y se refuerza, con la virtud aristotélica del valor, pero no es lo mismo que el valor. Así como la paciencia conlleva necesariamente un reconocimiento de lo que es el mundo que el valor no exige, también la constancia exige el reconocimiento de una especial amenaza a la integridad de la personalidad en el mundo típicamente moderno, reconocimiento que la paciencia no exige necesariamente. 
No es casual que las dos heroínas que muestran la constancia más notable tengan menos encanto que el resto de las heroínas de Jane Austen, y que una de ellas, Fanny Price, haya sido considerada positivamente poco atractiva por muchos críticos. Pero la carencia de encanto de Fanny es fundamental para las intenciones de Jane Austen. Porque el encanto es la cualidad típicamente moderna de quienes carecen de virtudes, o las fingen, y les sirve para conducirse en las situaciones de la vida social típicamente moderna. Camus definió una vez el encanto como aquella cualidad que procura la respuesta «sí» antes de que nadie haya formulado pregunta alguna. Y el encanto de Elizabeth Bennet o incluso el de Emma puede confundirnos, aun siendo auténticamente atractivo, en nuestro juicio sobre su carácter. Fanny carece de encanto, sólo tiene virtudes, virtudes auténticas, para protegerse, y cuando desobedece a su guardián, sir Thomas Bertram, y rehusa casarse con Henry Crawford, sólo puede ser porque su constancia lo exige. Con este rechazo demuestra que el peligro de perder su alma le importa más que la recompensa de ganar lo que para ella sería un mundo entero. Persigue la virtud por la ganancia de cierto tipo de felicidad, y no por su utilidad. Por medio de Fanny Price, Jane Austen rechaza los catálogos alternativos de virtudes que encontramos en David Hume o Benjamín Franklin.
El punto de vista moral de Jane Austen y la forma narrativa de sus novelas coinciden. La forma de sus novelas es la de comedia irónica. Jane Austen escribe comedia y no tragedia por la misma razón que lo hizo Dante; es cristiana y busca el «telos» de la vida humana implícito en la vida cotidiana. Su ironía reside en hacer que sus personajes y sus lectores vean y digan algo más y distinto de lo que se proponían, para que ellos y nosotros nos corrijamos. Las virtudes, junto con los riesgos y peligros que sólo mediante ellas se pueden vencer, proporcionan la estructura tanto de la vida en la que el «telos» puede ser alcanzado, como de la narración en que la historia de tal vida puede desarrollarse. Una vez más, resulta que cualquier visión específica de las virtudes presupone una visión igualmente específica de la estructura narrativa y la unidad de la vida humana y viceversa. 
Jane Austen es en un sentido crucial —y junto con Cobbett y los jacobinos— el último gran representante de la tradición clásica de las virtudes. A las generaciones recientes les ha sido fácil prescindir de su importancia como moralista, porque al fin y al cabo es una novelista. Y les ha parecido a menudo, no sólo una mera autora de ficción, sino una autora de ficción comprometida con un mundo social muy limitado. Lo que no han observado y lo que debe enseñarnos a observar la yuxtaposición de sus intuiciones con las de Cobbett y las de los jacobinos, es que tanto en su tiempo como despues la vida de las virtudes apenas dispone de un espacio cultural y social muy restringido. En gran parte del mundo público y privado, las virtudes clásicas y medievales fueron reemplazadas por los endebles sustitutos que admite la moralidad moderna.» 




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