jueves, 29 de enero de 2015

¿A qué vamos a un campo de concentración?

Foto: Alik Keplicz/AP

Hace dos días se cumplieron 70 años de la liberación de Auschwitz [se pronuncia Aushvihts]. Nadie que haya visitado un sitio así olvida esa experiencia. Escribe Beatriz Martínez de Murguía que caminar por un campo de concentración «te sume en el silencio, te enseña que el mal existe y que de cada uno de nosotros depende que nunca más vuelva a suceder. No con nuestro silencio, no con nuestro consentimiento silencioso.» Entonces, ¿por qué ir a un lugar a pasarla mal y angustiarse?

Yo visité Dachau [Dahau], un campo de concentración cerca de Munich. Honestamente no sabes cómo comportarte. La entrada ya huele a tragedia. La inscripción de la puerta del infierno por la que cruza Dante en «La Divina Comedia» intimida: «Quienes cruzan por aquí, abandonen toda esperanza». En Dachau y Auschwitz la puerta de entrada escondía su amenaza en una frase de esperanza: «El trabajo libera». ¿Es posible imaginar una ironía más tétrica? 

Encantes, ¿a qué vamos cuando visitamos un lugar así? Por que no es un museo en el que se experimenta la belleza. Parece obvio que en un campo de concentración se visiten hornos crematorios y cámaras de gas como recordatorio de que los seres humanos somos capaces de recluir y eliminar a otros seres humanos con crueldad y eficacia. También, yo lo vi en Dachau, se muestran objetos personales de quienes estuvieron encerrados ahí. Recuerdan que es imposible reducir a la persona a número descartable. Victor Frankl, un filósofo sobreviviente a Auschwitz, condensaba esta experiencia cuando escribió: 
«¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración.»
En una visita a un campo de concentración, uno recuerda a personas que a pesar del intento de otros por reducirlos a un animal descartable, se revelaron con la única arma a su disposición y la más eficaz: su dignidad. Si la dignidad, dice Spaeman, no puede ser arrebatada desde fuera, siempre encontramos en la persona la capacidad de tomar postura ante lo que le sucede y arrebatarle la última palabra a la tragedia. Los ejemplos de prisioneros de campos de concentración que nos pueden servir  son numerosos. Personalmente me conmueve la respuesta de una filósofa judía que murió en Auschwitz –Edith Stein-. Antes de ser detenida, se dio cuenta que por su origen judío corría serio peligro de padecer la persecución nazi. Eso la empujó a buscar sentido al dolor y al sufrimiento, a justificar su presencia -encuentro inevitable- en la vida de las personas. Descubrió que aunque todos nos sucederá la muerte, este hecho no puede decidir cómo habremos de enfrentarla. Aunque padeceremos el dolor, a éste se le quita la última palabra cuando se le llena de sentido. No se trata de desear o celebrar la tragedia, sino de superarla ofreciendo una respuesta digna. Edith Stein murió en Auschwitz con la convicción de que sólo «el amor hace fecundo al dolor y el dolor hace profundo al amor (JPII dixit)».

Entonces, ¿a qué vamos de visita a un campo de concentración? Quizá a dos cosas. Por una parte, a ponernos en crisis, a pensar de lo que el hombre es capaz de hacerle a otros y aprender a revelarnos contra ello. Al mismo tiempo, vamos a recordar que incluso en ese abismo aprendemos de quienes no se han dejado atrapar por esa lógica y ofrecen una respuesta digna. Dicho con palabras de Viktor Frankl: «Nos pueden quitar todo excepto una cosa, una última libertad humana, elegir qué actitud adoptamos ante las circunstancias».

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