El interior de la Sagrada Familia. Foto de Ben Ashmole |
En ocasiones me he encontrado con esta crisis en mis alumnos, principalmente cuando están por graduarse. «¿Y ahora qué sigue? Bueno sí, se trata de trabajar, tal vez formar una familia. Pero, ¿qué pasa si mido mi progreso profesional y mi crecimiento humano por el salario que percibo, la importancia del puesto que logro de modo similar a como medía mi avance en la escuela: pasando exámenes y subiendo de grados académicos? ¿Ahora cómo sé que voy progresando en la vida, si no hay exámenes o algo parecido que me dé un parámetro más o menos seguro? ¿Cómo verifico que estoy llenando de sentido mi existencia?»
No soy psicólogo, así que no esperen una respuesta en este terreno. Hace unos días recordaba una idea de que le leí a Chesterton. En Ortodoxia cuenta la historia de un retratista de su época que
«acostumbraba hacer varios rápidos ensayos de sus retratos, no importaba que rompiera veinte veces sus trazados. Pero habría importado mucho que mirara veinte veces al modelo, y cada vez hubiera visto una persona distinta posando plácidamente para un retrato. Así (hablando comparativamente), no importa con cuanta frecuencia fracase la humanidad imitando su ideal; porque todas las pasadas derrotas son fecundas. Pero tiene una importancia terrible, la frecuencia con que cambia sus ideales; porque entonces, todos sus pasados fracasos, son estériles. La pregunta adecuada vendría a ser ésta: «¿Cómo podemos hacer para que el artista se mantenga descontento de su cuadro y evitar al mismo tiempo que esté vitalmente descontento de su arte? ¿Cómo hacer para que el hombre nunca esté satisfecho de su trabajo y no obstante siempre esté satisfecho de trabajar? ¿Cómo asegurarnos de que el pintor arrojará al retrato por la ventana en vez de tomar la actitud más humana y natural de arrojar por la ventana al modelo? (Ortodoxia, Cap. 8. La Eterna Revolución)»
En Barcelona se construye un edificio monumental, que incluso antes de estar terminado, ya es uno de los edificios más visitados de aquella ciudad. Es la Basílica de la Sagrada Familia. El arquitecto que ideó el proyecto, Antoni Gaudí, sabía que moriría antes de ver terminada la Iglesia a la que le había dedicado la mayor parte de su vida. Aún así, se lanzó a trabajar en ello. Tal vez las preguntas a las que se refiere Chesterton tengan que ver con lo que le pasó a Gaudí. Quizá debamos encontrar proyectos de vida tan valiosos, que nos involucren totalmente, que pidan un compromiso total y que gasten todas nuestras fuerzas, que nos llenen aquí y ahora; pero que aún así, no se acaben, que sigan tirándonos hacia adelante, que continúen exigiendo lo mejor de nosotros. Horizontes de vida como esos, no se pueden medir, pesar y contar; como se hace con el resultado de una evaluación con el progreso en los grados escolares.
Tal vez los profesores seamos en parte causantes de esas crisis: nos falta imaginar semillas que llenen, pero al mismo tiempo, dejen la inquietud de seguir soñando. Quizá el reto de los maestros sea ese: enseñar a gozar el misterio del «ya has logrado algo» pero «todavía no todo lo que vale la pena».
Postscript.
¿Y cómo se enseña algo así? No sé bien. Intuyo que tiene que ver introducirlos en estas cinco preguntas:
1. ¿Por qué la belleza importa? ¿Por qué hay cosas hermosas, si no es necesario que sean bellas para que funcionen bien?
2. ¿Por qué importa leer a Jane Austen? ¿Por qué el carácter ajustado exige integrar a la persona como ser humano?
3. ¿Por qué no debo creerme lo primero que se me ocurre, si por fin algo se me vino a la cabeza?
4. ¿Por qué la vida es tan corta como para para beber mal vino?
5. ¿Por qué sólo es posible imaginar cosas grandes cuando dedicamos esfuerzo a cuidar a los niños, a los viejos y a los enfermos, si ellos no producen nada?
No hay comentarios:
Publicar un comentario