He terminado de leer Eloísa y Abelardo, de la medievalista francesa Régine Pernoud. La verdad al principio sólo me llamaba el chisme. También era atractivo para mí que el libro fuera escrito por Pernoud a la que le tengo confianza por las buenas biografías que le he leído como la de Juana de Arco. Además, le conozco unas muy interesantes descripciones de la Edad Media, o de la mujer en aquella época.
Buscaba chisme, pero lo que encontré reflejada, para mi sorpresa, fue la crisis del amor que he visto en varios amigos jóvenes -algo que incluso puse aquí en el blog «Nació para ser mucho, y no fue nada»-. Por si fuera poco, también me tropecé con algo que no esperaba, una fórmula sumamente audaz de lo que es el matrimonio para un cristiano. Una joya. Es una explicación y una fórmula cuyo realismo encarnado, bastante atrevido, es la única manera de describir aquello que se quiere anunciar. Sólo si de dice así, el cristianismo puede ser coherente con lo que anuncia.
Advierto que la entrada es un poco larga y al final una teología de un no-teólogo. Paciencia.
El chisme
Se conocieron en la Schola en 1115. Ella tendría alrededor de veinticinco años cuando su tío Fulberto contrató al maestro más famoso de la Universidad más prestigiosa de Occidente. Pedro Abelardo rondaba los 36 cuando convenció, -manipuló es más preciso- a Fulberto para ser profesor de su sobrina Eloísa. Y pues... sucedió. Es Abelardo quien lo describe en su Historia Calamitatum:
«Cuanto menos habíamos gustado estas delicias, con más ardor nos enfrascamos en ellas, sin llegar nunca al hastío [...] Con pretexto de la ciencia nos entregábamos totalmente al amor. Y el estudio de la lección nos ofrecía los encuentros secretos que el amor deseaba. Abríamos los libros, pero pasaban ante nosotros más palabras de amor que de la lección. Había más besos que palabras. Sepius ad sinus quam ad libros reducebantur manus. Con mucha más frecuencia el amor dirigía nuestras miradas hacia nosotros mismos que la lectura las fijaba en las páginas. [...] ¿Puedo decirte algo más? Ninguna gama o grado del amor se nos pasó por alto (p. 66. Las citas son de esta edición)»
Eloísa tampoco ahorra palabras. El maestro Pedro Abelardo era rockstar y ahora sólo suyo: «¿Qué reina o gran mujer no envidiaría mis placeres y mi cama?» Cuando el tío los descubre, el filósofo y su alumna huyen a casa de la hermana de aquel mientras nacía su hijo. Después, para reconciliarse con Fulberto, Abelardo le ofrece casarse en secreto con Eloísa. Ella viviría como residente en el convento de Argenteuil y él seguiría como profesor en la Abadía de St.Denis. Abelardo sería esposo de Elosía sin perder ni su fama ni arriesgar sus privilegios como docente.
El talentoso maestro no es más que un cobarde colegial.
Eloísa rehusa el matrimonio. No quiere ver a Abelardo reducido a hombre corriente que cambia pañales en lugar de preparar lecciones magistrales. Aunque le duele perder su libertad, la alumna le presenta al profesor otros argumentos para disuadirlo de la boda. Renine Pernaud escribe, que no son los inconvenientes para ella los que deberían mover a Abelardo:
«Es la calidad misma de su amor su causa: amor absoluto y perfecto en la medida en que puede concebirse alguna perfección humana. [...] La calidad de su amor exige que sea gratuito [...] Un amor tan absoluto, tan exigente que no puede aceptar el verse recompensado, que se alimenta, en cierto modo, de su propio don, que es todo ofrenda y rechaza todo lo que pudiera tener algún viso de retribución (86-87)»
Con el paso de los años Eloísa reprochará con dureza la insensibilidad o mejor dicho, la ignorancia del maestro Pedro:
«Dios sabe que nunca busqué en ti nada más que a ti mismo. Te quería simplemente a ti, no a tus cosas. No esperaba los beneficios del matrimonio, ni dote alguna. Por último nunca busqué satisfacer mis caprichos y deseos, sino -como tu lo sabes- los tuyos. El nombre de esposa parece ser más santo y más vinculante, pero para mí la palabra más dulce es la de amiga y, si no te molesta, la de concubina, o meretriz. Tan convencida estaba de que, cuanto más me humillara por ti, más grata sería a tus ojos y también causaría menos daño al brillo de tu gloria (p. 88)»
Una «esposa» tendría derechos, pero no así «concubina», «meretriz» o «amiga». Él se llevaría todos los beneficios, ella sólo las cargas. Para Eloísa, el amor es entrega de sí misma hasta lo sublime. La única recompensa de un amor así, es permanecer junto a quien se ama. No se trata sólo de tener con quién conversar, o acceso fácil a alguien que «me comprenda y me tenga paciencia». Tampoco es sólo un bien importante que ha de equilibrarse con los beneficios de la vida profesional y el prestigio. Mucho menos un trofeo que presumir: «Así como la ves de inteligente y linda, ella es mía». Eloísa sólo concibe el amor como un donarse que se encuentra en esa entrega. Ha comprendido que el auténtico amor es el que hiere para salir de sí mismo, el que corre el riesgo de quedarse sin nada por que ella es lo único que se ofrece a cambio. Abelardo no lo vio. El profesor agudo, el orador experto en lógica, no pasaba de ser colegial del corazón. Un amor nació en él pero no lo puso en movimiento. No arriesgaba nada. El maestro Pedro ofreció matrimonio para no perder los privilegios y su fama como profesor. Quería a Eloísa, pero estaba más enamorado de su posición que de ella. Dice Pernaud:
«Eloísa va más lejos en el amor por que es mujer y, en tanto que mujer, muestra su genio en la entrega de sí. Y será también por ser mujer y emplear la intuición femenina por lo que penetrará de golpe en el corazón de lo real (89)»
«Eis videlicet corporis mei partibus amputatis»
Abelardo no ve bien y sigue con su plan. Pide a su esposa que entre en el convento no como pupila o residente sino bajo el velo de novicia. Ahí la visita, y en carta a Eloisa recuerda: «Y sabes lo que ahí mi incontrolada incontinencia hizo contigo en el lugar mismo del refectorio, no teniendo otro lugar donde retirarnos (p. 92)». Fulberto intentaba lavar su honor anunciando el matrimonio secreto, pero Abelardo lo traiciona repitiendo que Eloísa era novicia. Abelardo describe la venganza del tío:
«Cierta noche, cuando yo me encontraba descansado y durmiendo en una habitación secreta en mi posada, me castigaron con una cruelísima e incalificable venganza, no sin antes haber comprado con dinero a una criada que me servía. Así me amputaron -con gran horror del mundo- aquellas partes de mi cuerpo con las que había cometido el mal que lamentaba. Se dieron después a la fuga (92)»
Humillado, el profesor Abelardo se incorpora como monje a la Abadía de St.Denis. Con el paso del tiempo, Eloísa se convertirá en Priora de su convento. Pero en cuando la Abadía de St. Denis recupera jurisdicción sobre el edificio conventual de Argenteuil en 1129, Eloísa se queda sin techo junto a todas sus monjas. Pedro Abelardo le ofrece refugio en un convento fundado y construido por él siete años antes. Tiempo después, Abelardo publica su Historia Calamitatum y las dificultades de su esposo llegan a oídos de Eloísa. Esto dio pie a la Abadesa para reanudar su correspondencia con su marido.
La crisis de Eloísa
La estructura de las cartas se puede seguir aquí y en el libro de Pernoud. En estas cartas, entre recriminaciones, dudas teológicas, preguntas pastorales y de dirección del convento, se escucha el grito de Eloísa. Su relación con Abelardo, así como sucedió sin edulcorantes y misticismos, fue para ella algo real. Así es como amó a su profesor. ¿Cómo reconciliar su penitencia por haber ofendido al Dios que ahora sirve, si ella realmente amó a su maestro con su cuerpo? ¿Cómo Eloísa es capaz de integrar a «Eloísa amante» con «Eloísa Abadesa»? Si había amado a Abelardo con su cuerpo, ¿cómo negar que aquello fue real, que la hizo sentir viva, que fue el modo en que expresó su amor sin negarse a ella misma?
«Es muy fácil acusarse a sí mismo confesando los propios pecados, así como afligir el cuerpo con una manifestación externa de penitencia. Pero es mucho más difícil apartar el alma del deseo de las pasiones que más nos agradan. [...] Aquellos placeres de los amantes -que yo compartí con ellos- me fueron tan dulces que ni me desagradan ni pueden borrarse de mi memoria. Adondequiera que miro, siempre se presentan ante mis ojos con sus vanos deseos. Ni siquiera en sueños dejan de ofrecerme sus fantasías... Debería gemir por los pecados cometidos y, sin embargo, suspiro por lo que he perdido... los hombres dicen que soy casta, porque no saben lo hipócrita que soy. [...] Dios sabe que, en todas las ocasiones de mi vida, temí ofenderte a ti más que a Él y que quise agradarte a ti más que a Él (p. 204-205)»
Abelardo responde e intenta consolarla:
«En un momento en que yo quería reternerte sólo para mí y para siempre, pues te amaba desmesuradamente, Él ya planeaba servirse de esa oportunidad para que los dos nos convirtiéramos a Él. Si con anterioridad no hubieses estado unida a mí en matrimonio, seguirías fácilmente en el siglo [haciendo quien sabe qué cosas añadirían las abuelas] [...] Por una especie de santo presagio de tu nombre, te marcó para que fueras especialmente suya, llamándote Eloísa, nombre que procede del mismo nombre de Dios, esto es, Elohim (p. 207)»
Eloísa se veía hipócrita. Era incapaz de rezar sin negar al mismo tiempo lo que había experimentado por Abelardo. Éste le compone una oración tal y como ella se lo ha pedido. El esposo deletrea las palabras con las que su mujer habría de adorar a Dios. La palabra latina ad-oratio significa también contacto boca a boca, beso, abrazo, es decir, amor. Eloísa y Abelardo lo sabían, y sabían que Abelardo enseñaba así a besar a Dios:
«Nos uniste y no separaste, Señor, cuando y como te plugo. Ahora, pues, termina felizmente lo que, misericordioso, comenzaste. Y, a los que separaste en el mundo, únelos perennemente contigo en el cielo... (p. 207)»
¿Una respuesta así, lo es de verdad? ¿Realmente el nudo de Eloísa ha sido desatado? ¿O es simplemente una cobardía más de Abelardo que abandona a su mujer en la duda? La respuesta del maestro Pedro sólo es válida si ese Cristo al que hace referencia realmente es capaz de impregnar de fuerza y sentido el cuerpo-orientado-a-ti de Abelardo y Eloísa. Sólo es solución si Cristo repara la instrumentalización y cosificación del otro por el otro. En definitiva, Pedro tendrá razón si es real que Cristo es capaz de recomponer una relación basada sólo en la biología, únicamente en la interacción de líquidos o en sentimientos intensos para ampliarla e integrarla en la vida digna de una persona.
«Aquel que fue tuyo, Cristo lo custodia para ti».
El maestro Pedro murió en 1142 en el Priorato de St.Marcel-de-Chalon a los 63 años. Pedro el Venerable, el famoso santo abad de Cluny, lo había recibido camino de Roma a defenderse contra una condena de herejía por un concilio regional. Ahí hablaron de Eloísa y las dudas con las que su esposa se debatía. Al morir Abelardo, la Abadesa del Oratorio del Paráclito escribe al Venerable y le solicita los restos de su marido. El santo Abad aprovecha la oportunidad para animar a Eloísa a no quedarse en el pasado, ni consumirse con nostalgias estériles.
«Todavía seguimos siendo favorecidos [por la presencia] de aquel que fue tuyo. Me refiero a aquel que, a menudo y siempre, se ha de llamar y ser honrado como el servidor y verdadero filósofo de Cristo, el maestro Pedro [...] Aquél, sí, aquel -venerable y carísima hermana en Cristo- con quien, después de tu unión en la carne, estás ahora unida por un mejor y más fuerte lazo del amor divino, con el que y bajo el que has servido tanto tiempo al Señor, a aquel, digno, que en tu lugar, o como otro tú, Dios abraza en su seno y te lo guarda para devolvértelo a ti por medio de su gracia...»
¡Qué fuerte! Para Pedro el Venerable, Dios es garante del amor que se tuvieron. Presenta a Cristo como protector y depositario de Albelardo. Él custodia, redime y eleva la carne que fue de Eloísa, para que en su momento, aquella vuelva a ser suya. En otras palabras: «Mi'jita, aiga sido como aiga sido, esa carne que deseaste y gozaste, esa que te hizo sentir viva, esa misma te espera ahora redimida y purificada en Cristo para que vuelvas a unirte a ella. Para que vuelvas a sentirla ahora integrada en toda la persona, en todo Dios. No te arrepientas de lo que has sentido. Llévalo a Cristo y acrisolados sus cuerpos serán uno en la Carne de Cristo.»
Aiga sido como aiga sido. Entregado para ser redimido. Ahí te espera. El Señor lo custodia.
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