«Ofelia», de John Everett Millais (1852) |
«No te enamores de un cobarde», así tituló Marta Fernández su artículo en la revista Jot Down del mes de enero de este año. El texto se centra en un personaje de cine. Aquí van algunos párrafos, en concreto, aquellos en los que el actor no es relevante. Marco en negro las frases que más me gustaron:
Parecía valiente con su vaso de bourbon y su pestañeo más lento de lo habitual [...] Parecía un héroe en el exilio. Un francotirador emocional. Y sin embargo [...] no era más que un cobarde. [...] Tan valiente que no es capaz ni de escuchar una canción. Buscaba, como buscan los débiles, la distancia para pulverizar esa determinación ciega del amor. Esa que convierte a todo hombre en un héroe, como decía Platón. Platón, que por algo supo ver la metadona del mundo ideal, creía en el miedo. Y sabía que es un sentimiento extraño que no se puede domar. [...]
Parece que es el valiente el que sale tocado de esta farsa del amar sin amar. Se lleva, por supuesto, el golpe del que se lanza con toda la caballería y acaba en un precipicio emocional. Pero la peor herida es la del otro. La del que no se atreve. El que se guarda sin darse cuenta de que guardándose está perdiéndolo todo. Y se quedan los cobardes viviendo en una colección de condicionales que nunca son. Abrazaría. Diría. Haríamos. Y nadie abraza. Ni nadie dice. Ni nadie hace. Porque el cobarde prefiere su presente continuo en continua repetición. Como en la rueda de un hámster, dejando que la inercia decida por él.
En ese palacio de las inercias del que no es posible salir vive Hamlet, incapaz de hacer lo que tiene que hacer. Hamlet, cobarde máximo, portador de la súplica del fantasma de su padre, carga con la profecía de un asesinato que no puede comerter. «La conciencia así hace a todos cobardes». Y aunque ha prometido matar a su tío, rechaza la oportunidad cuando la tiene. Y enfunda el puñal cuando está apunto de hundirlo en su carne. Y no se da cuenta de que es su propia sentencia de muerte la que acaba de firmar. Esa es la sentencia del cobarde: la del que se decide a ejecutar cuando el momento ha pasado. Cuando ya no puede ser.
Hamlet se enreda en sus palabras para no actuar, construye retóricas para no pasar a la acción. Un hombre paralizado con el pensamiento dividido en cuatro partes: tres de cobardía y solo una de prudencia. Y cuando se dice ser o no ser realmente se está interrogando sobre si actuar o no actuar. Interrumpe Ofelia su soliloquio y Hamlet parece ponerla sobre aviso diciendo lo que no se atreverá a decirle jamás: «la hermosa Ofelia, ninfa en tus plegarias, nunca olvides mis pecados». Porque sabe que su verdadero pecado es el de la omisión. Que del mismo modo que omite la venganza, omitirá el amor. Hamlet no tiene el valor para cumplir con su destino como no lo tiene para querer. Dulce, hermosa, suicida Ofelia, escucha esa plegaria que dice que no te enamores de él.
Como todos los cobardes, Hamlet espera el momento de actuar, de empezar la nueva vida del príncipe vengador. Pero el momento no existe sin el fogonazo de la resolución. Ahí está la diferencia: el cobarde cree que el momento llegará y el valiente se atreve a construirlo. Cabalga sobre el carpe diem y hace lo que tiene que hacer. Matar. Morir. Vivir. Amar. Ser por encima de no ser. Actuar. Porque esperar el momento es vivir anestesiado. Esperar el momento es malvivir. [...]
Quizá ese es el problema. La obsesión por proteger el corazón. Quizá el cobarde solo tiene miedo del dolor. Quizá todo parte de la absurda idea de que para no arriesgarse al maremoto de la pena, es mejor no sentir. «Tengo tanto miedo a perder aquello que amo que me niego a amar nada».
[A un cobarde] le habría ido bien leer a Borges, que sabía que el peor de los pecados es no ser feliz. Si su prosa está hecha de laberintos, su poesía deambula por los caminos que no se atrevió a recorrer. El camino del amor que le amenaza, de esa mujer que le duele en todo el cuerpo, de esa esquina por la que no se atreve a pasar. «Dónde estará mi vida, la que pudo haber sido y no fue», se pregunta en un soneto que tituló «Lo perdido». Quizá no haría falta decir más. Pero lo explica Borges, ya anciano, con falsa prosa, en «Posesión del ayer»
«Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado. (...) Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos».
El paraíso perdido es el único que les queda a los cobardes. El que se atisba desde el infierno de la fobia, más allá de las llamas donde arde lo que nunca fue. [...] El de los verbos en condicional que quieren ser conjugados en presente de verdad perfecto. [...] Nunca te enamores de cobardes [...] Nunca te permitas temblar si no es por pasión. Nunca te dejes arrastrar a ese lugar donde el peaje para no sufrir es negar la felicidad.