lunes, 20 de noviembre de 2017

Tres fotos para el homenaje a Don Efra


El pasado 18 de octubre, en la Casa Iteso-Clavigero, se organizó un homenaje al quinto aniversario de la muerte de Don Efra. Participamos Lupita Morfín Otero, Miguel Limón y yo.  Aquí hay una liga a la noticia que publicó el ITESO. Este es mi rollo: 

En el homenaje a Don Efra 

Pedro Pallares Yabur

18 de octubre de 2017
Casa Iteso-Clavigero 
Tucídides recoge un discurso fúnebre en el que Pericles honra a los muertos durante el primer año de la guerra entre Esparta y Atenas. Era el invierno del 431 a.C. En su argumento, el famoso stratego plantea a sus oyentes unas palabras que algo más que desconcertantes para un homenaje fúnebre:   
«Esta es la razón por la que ahora no me voy a dirigir a los padres de estos hombres con lamentaciones de compasión, sino con palabras de consuelo… Es preciso ser fuertes, siquiera por la esperanza de tener otros hijos [quienes] serán un motivo para olvidar a los que ya no están con nosotros, y la ciudad saldrá beneficiada por dos razones: no perderá población y ganará en seguridad»  
¿No es un poco raro honrar a los difuntos pidiendo a los padres que con la fama de los nuevos hijos sepulte la pena precisamente de aquellos a quienes se llora en ese funeral? En la mentalidad de Pericles, los homenajes y honores eran la moneda de cambio con la que una comunidad –en su caso Atenas- no sólo pagaba y reconocía a quienes la hacía grande, sino también la zanahoria colocada frente a los vivos para que aceptaran las penas por las que necesariamente se pasa cuando se hace vida un valor. 
Este año he discutido con mis alumnos este pasaje, y cuando recibí la invitación para participar en este homenaje, tuve que cazar al fantasma de Tucídides que me preguntaba: ¿qué moneda de cambio tienes para ofrecer a Don Efraín? ¿Qué valen tus palabras, tu testimonio y tu recuerdo? ¿Quién eres como para honrar a Don Efra con justicia? Atenas era grande y podía compartir su importancia entre sus ciudadanos. ¿Pero yo? ¿Para honrar a Don Efra? 
Conocí a Don Efra cuando estaba en tercero de secundaria. Sí. A mis 15 años. Lo llevó Manuel Clouthier a Culiacán a una conferencia sobre la vida política; y a mí me llevó mi Papá. A esa edad, con que puedas seguir al menos dos ideas conectadas, te parece que el conferencista es un genio. Y con Don Efra pude seguir al menos tres ideas sobre solidaridad, subsidiaridad y compromiso social. ¡Todavía me acuerdo! 
Después me encontré con él en la Licenciatura. Me gustaba la filosofía del Derecho y tuve la suerte de tomar cuatro cursos con él. En su momento le pedí que me asesorara la tesis en la que pretendía aplicar sus ideas sobre lo justo objetivo como analizado principal del derecho a la teoría de los derechos humanos. -quien fue su alumno recordará el ejemplo de los distintos significados de «gato»-. Recuerdo que casi todas las correcciones que me hizo fueron anotaciones al margen del borrador en el que decía: «quizá», «no siempre», «a veces no», «en ocasiones funciona su contrario», «se puede matizar», «no del todo», o expresiones semejantes. Desde entonces, esas pequeñas notas al margen, han marcado la forma en que trato las conclusiones a las que llego en mis trabajos: «no te creas lo primero que se te ocurre», parecería decirme. 
Cuando me titulé, en la UP me invitaron a ser adjunto de Don Efraín en filosofía del derecho. Y sí, tuve que pagar el peaje y cometer todas las impericias de un profesor joven: pensaba que era más valía pasarme por duro que ser recordado por barco. Los alumnos lo sabían, así que iban con Don Efraín para obtener misericordia y en general la conseguían.  
Una vez, el problema estaba más del lado de la justicia que de la misericordia, y Don Efra me sugirió ser compasivo con el alumno: «Recuerde que al final de la vida nos tratarán del mismo modo como nosotros tratamos a los demás», me dijo. [Más adelante volveré sobre esta máxima en su vida]. En esa ocasión me armé de valor y le contesté: «de acuerdo, también rendiremos cuentas del tipo de alumnos que lográbamos formar: exigentes consigo mismos, y justos aunque aquello nos trajera aparente perjuicios». Don Efraín me dio ahí otra lección: «Está bien, tienes razón». Desde entonces defendió mi sitio como profesor, y no solo como un procesador de faltas y calificaciones. Se lo agradezco mucho. Un profesor joven no se da cuenta de lo poco que sabe y de lo que importa su credibilidad a pesar de su novatez. Don Efra me validó como alguien creíble para los alumnos.  
Tanto que en una ocasión, estábamos por comenzar su clase, un par de alumnos discutían por una butaca. Les pedí que se colocaran para la clase y uno insultó al otro para ganar el sitio. Don Efra suspendió la clase y sin decir más se fue. Una alumna salió tras nosotros con un argumento más o menos así: «Don Efraín, no es justo. No se vale que por unos pocos que se portan mal, los muchos que sí queremos clase nos veamos afectados.» Don Efra le contestó -reconstruyo la idea, no las palabras textuales-: «Tiene usted razón. Pero si los muchos y buenos alumnos, no son tan buenos ni buenos como para marcar el tono de la clase; si no logran superar el mal ambiente de los pocos malos alumnos... entonces no son tan buenos alumnos... ni tampoco merecen mi clase».  Y siguió su camino. 
Cuando murió, yo vivía en el extranjero mientras avanzaba en mi doctorado en filosofía del Derecho. Ese día, escribí tres post en mi blog sobre Don Efra como jurista, como educador y como humanista. Y busqué fotografías que hubiera tenido junto a él para acompañarlos. Primero, encontré una que se tomó con el Dr. Rodrigo Soto, los dos viendo a la cámara y sonriendo. Me dio envidia. De la mala. Yo no tenía una así que me recordara todas las veces que nos reímos juntos. No. No logré sacar una foto así. 
Luego di con una que se había tomado junto a la Maestra Elvira Villalobos. Me dio coraje, porque no podía pelearme contra Elvira: ¿quién puede sentirse ofendido por Elvira junto a Don Efraín? En ella, los dos aparecían en un salón de clase y se dirigían a los alumnos con la seriedad del maestro que sabe qué preguntas sembrará en el corazón de sus estudiantes. Yo no tenía una foto con la que recordara, esa estrecha convivencia en mis primeros años de vida académica.
La única foto en la que salimos don Efraín y yo, me supo a poco. Además porque la encontré ya que volví a México, casi seis meses después de su muerte. Este evento me hizo pensar de nuevo las ideas y experiencias de las que había sido testigo en Don Efraín, pero cinco años después. Y este es el único honor que puedo ofrecer a Don Efraín: dar testimonio de lo que vi mientras convivía con él, y cómo esas semillas han ido madurando incluso después de su muerte.  
Etienne Gilson escribió un ensayo que tituló Historia de la Filosofía y de la Educación Filosófica. Ahí dice que «Cuando una persona nos pide que describamos un país, la mejor respuesta es enseñarle un mapa. No es la mejor respuesta definitiva, pero sí la mejor como primera respuesta». Ese mapa funciona como guía para quienes somos principiantes darnos un norte y comunicarnos cómo transitar lo mejor posible por ahí. Uno de los méritos de Don Efra fue ofrecernos no todo lo que sabía, sino las líneas generales más importantes, probadas por su experiencia de vida, de lo significa construir diariamente un orden social que respete la libertad y la igualdad de las personas, y además esté «fundado en la verdad, edificado por la justicia y vivificado por el amor» (Gaudium et Spes, n. 26).  
Fundado en la verdad. No era difícil percibir ese empeño en Don Efraín de conocer la verdad y justificar racionalmente cualquier contenido. Esta era una de las ideas centrales de ese mapa que nos dejó: el respeto a la realidad, la búsqueda de la verdad, descubrirla y configurar la vida conforme a ella. Al preparar este homenaje preferí omitir la estructura formal con la Don Efraín explicaba estos horizontes. La foto que encontré, la única foto que tenemos juntos, me pedía que reflexionara algo que él vivía, pero nunca se lo escuché formulado de esta manera. Espero ser honesto con él, e intuyo que estará de acuerdo con este recuento del tipo «lo que Don Efra nos quiso decir es…».  
Para Don Efraín, el problema de la verdad no era solamente conocer una serie de argumentos, dominar unos sistemas filosóficos y justificar coherentemente unas afirmaciones. Eso es mucho, pero poco. Su erudición no consistía solo en la cantidad de conocimiento, -que lo tenía-, era la honradez intelectual que reflejaba una decisión personal de aplicar las exigencias de su conciencia moral a su vida intelectual.  
Es decir, lo que se sostiene como verdad, su modo de conocerse y las consecuencias de ella para la conducta, nacen de una forma de pensar, de ver el mundo y de vivir la vida cotidiana. Ahí se integra el sistema filosófico, el método de pensamiento, con el estilo de vida. La filosofía de don Efra no era tanto, o más bien, no solo un modo de saber; ni únicamente una técnica para pensar con orden. Se trataba de una forma de vivir del que brotaba una necesidad fundamental: la búsqueda de la sabiduría encarnada como un asunto personal. 
De modo que, don Efra cuando pensaba, reflejaba su carácter vital: las verdades que encontraba y la justicia que percibía, se transformaban en una forma de existir. No lo digo con deseo de adular, simplemente testifico lo que vi. Sus alumnos aprendíamos no una serie de ideas, sino más bien la forma de comportarse de la que se sigue una forma de pensar; y una manera de pensar que dispone a conocer la verdad y a comprometerse por ella. 
El riesgo de un estilo de vida así -repito, el que conecta sistema filosófico con el modo de conocer esas ideas y con la forma vivir cotidianamente- es en el que muy pronto aparecen preguntas radicales: ¿Cómo sé que lo que sé es lo que vale la pena saber?¿El sistema moral que defiendo, realmente vale la pena? ¿Saldrá en mi defensa cuando deba quemar honor, dinero y tiempo por conformar mi vida a esas verdades? Como es sabido, en la vida de Don Efra se jugó prestigio, bienes, tranquilidad, por ser coherente con una serie de ideas. 
En este contexto, lo que se juega no es sólo la coherencia interna de un sistema filosófico o la tranquilidad de conciencia del que vive conforme a lo que opina. Aquí hay algo más. ¿Me la puedo jugar por eso que creo? ¿Estas verdades que sostengo, valen tanto la pena tanto como para meterme en problemas? ¿Cómo sé que esas verdades no me va fallarán cuando por fiarme de ellas me toque perder? ¿Y si arriesgo paz, dinero, tranquilidad por eso que creo, no me dejará abandonado? Aquí el problema de la verdad ya está en otro plano: no sólo debe ser una verdad real, coherente, racional, justa y bella. También debe protegerme cuando por ella pierda dinero, tiempo, amistades, me genere la cárcel o incluso si ella me pide la vida. 
Anécdota: En el PAN ya no creen en los valores fundacionales», le dijo RGL. Respuesta de EGLM: «Es lógico. Antes estábamos ahí porque la verdad de esos valores era lo único que teníamos. Ahora que ya es un camino eficaz para el poder, llegan personas a las que no les convencen esas ideas o no las conocen. Ahora bien, si tu sabes que tienes una habilidad, te das cuenta de una necesidad concreta; y si esa cualidad y esa carencia se relacionan; si por último te das cuenta de ese vínculo… entonces debes el deber moral de involucrarte». 
Anécdota: Último curso que dio en la UP -o el penúltimo-. Hacía tiempo que enseñaba desde el escritorio. Sentado. De pronto se pone de pie y sale del salón. «Tengo una llamada». Llegó a los 10 minutos. Movía las manos de modo que se  las secaba. Pienso que más bien se fue al baño. Le ganó la edad. Volvió a dar la clase pero ya no sentado. En un gesto de violencia contra su vejez, habló el resto de la sesión de pie, con una fuerza y vehemencia que no parecía tener. Me dio la impresión de que su carácter lo removía:  «No dejaré que me venza la vejez». 
Así pues, ¿cómo era la verdad en la que creía Don Efra? Una anécdota que no tiene que ver con él pero sí con la dinámica de la que fui testigo. Cuando un adolescente le dicen «actúa normal, ahí viene la que te gusta», quizá pierda la voz y se ponga nervioso. Despierta en él, la conciencia de esa mirada, la verdad principal es saberse visto realmente por quien puede quererlo. Y por ella cambia de conducta, modifica mi horario, sacrifica dinero y cualquier cosa. Solo por ser coherente y fiel a esa mirada. Como sabe que esa mirada es real, entonces puede fiarse de ese amor.  Es la lógica del amor vinculado a la verdad: «es real que me ve, que me ama gratuitamente». 
Con estas ideas en la mesa, ya puedo volver a la única foto que tengo con Don Efra. Él sabía que la verdad no es sólo poseer datos en la cabeza, sino principalmente haber visto una luz para interpretar su vida. Y esa luz se la otorga una mirada que lo contempla con un amor incondicional.  
La única foto que tengo con don Efra es el único testimonio con el que puedo honrarlo. Quizá el definitivo. Cuando murió Juan Pablo II, en la Universidad se celebró una Misa de funeral en su honor. Coincidimos en ella, y en un momento, los dos, sentados uno al lado del otro, viendo en la misma dirección, guardamos silencio: intentábamos -al menos yo- dirigirme a esa mirada, imitar el testimonio de fe de Don Efra, que se comportaba con la seguridad de haber sido visto.  
De esa foto, me llama la atención la intensidad del silencio de Don Efraín. Lo más relevante de esa verdad no es comprenderse como la posesión de una idea, ni como un sistema coherente de afirmaciones justificadas ante la razón. Se trata más bien de la verdad, de la realidad, de la consistencia de esa relación con quien sabemos nos ama, infinita e incondicionalmente: «mi vida sucede ante sus ojos, incluso más allá de la muerte». Y esa fotografía me ayuda a honrar y a recordar a Don Efra. 
Edith Stein, una filósofa experta en empatía, discípula de Husserl, nació judía, luego fue atea y hacia el final de su vida se convirtió al cristianismo. Ella recuerda cómo le llamó la atención que en los funerales que conocía hasta entonces, se exaltaba las cualidades del difunto. Su tiempo propio era el pasado: «vivió de tal manera, era buena gente, ¡qué buen recuerdo nos llevamos de él!». En cambio, en el primer funeral cristiano al que asistió le sorprendió que su tiempo propio era el futuro: «nos veremos de nuevo, guárdame sitio que pronto me encontraré de vuelta contigo, nos hallaremos en el corazón de quien no te dejará morir porque Él es la verdad misma, la consistencia del ser pleno». 
En la foto, ambos nos orientamos -sin querer- hacia la mayor verdad que se puede conocer, a la mayor justicia por la que podemos luchar: Una persona que nos ve y ante quien sucede nuestra vida. Un amante que nos dice: «he aquí que te seduciré, te llevaré al desierto y te hablaré al corazón» (Oseas 2,14).  
Así que, Don Efra, mi homenaje no es tanto dar honor, como pensaba Pericles. No tengo tanta fama como para que eso valga la pena.  Mi homenaje es recordar sus ideas, su vida, y redoblar la esperanza en que en un futuro, nos daremos el abrazo con el que no lo pude despedir. Nos veremos de nuevo, guárdeme un sitio que nos encontraremos de vuelta. 

miércoles, 25 de octubre de 2017

¡Pongan un bar antes del centenario!

«Unde ubicumque est intellectus, est liberum arbitrium» (Summa Theologiae. I, q.59. a.3)

Hoy mi Alma Mater, la Universidad donde trabajo, cumple 50 años. ¡Felicidades! 

No estoy convocado al comité de planeación de los próximos 50 años, pero si me preguntaran cuál sería un proyecto para lograr antes del centenario propondría este: construir un bar universitario. ¿Investigar más? No ¿Publicar más Scopus? Nah! ¿Ofrecer más clases? Neh!  ¿Adecuar las instalaciones? Mmmm!. ¿Una biblioteca en Guadalajara con mejores espacios para el estudio? Eehh! Pero no. Me late más un bar.

El @ProfesorDoval dice que mientras la universidad no tenga un bar, seguirá siendo un kinder. Lo secundo -por cierto, de su TL saqué la foto de este post y la referencia de donde sale el lema de la universidad-. Hace tiempo escribí esto en el blog. Lo transcribo y quizá cambio algo para mejorar la redacción:
¿Qué diferencia hay entre ese modelo de institución que profesionaliza o credencializa y un jardín de niños? El Kinder, prepara para el mundo real al alcance del chiquillo: la primaria. Y de ahí, la secundaria, luego la prepa. Parece que la etapa terminal -la universidad- es el último nivel que da acceso al mundo productivo. De ser así, el kínder y la universidad se dedicarían al mismo tipo de proyecto: la maduración para el mundo productivo del siguiente escalón, la certificación de que se es hábil para el mundo real
¿Para eso sirve la universidad? ¿Es una institución que vende credenciales para ejercer una profesión? Sí, aunque para hacerlo con eficacia, basta un Instituto Tecnológico y un taller que imite la vida profesional. ¿A la universidad le interesa la maduración ética y personal? Sí, aunque para eso, es mejor fundar un convento o un centro de superación personal. ¿Y la investigación? Sin duda, aunque podríamos lograr esos objetivos con un centro de laboratorios y bibliotecas. ¿Transmitir el conocimiento? También, aunque lo más barato sería transformar en aulas, un galerón industrial. ¿Le interesa ampliar horizontes, detonar la imaginación y llenar el corazón para lograr personas íntegras? Definitivamente, aunque para eso, mejor financiamos un museo con guías que expliquen los tesoros ahí guardados y nos permitan contemplar la belleza. 
La Universidad en la que creo, en la que quiero trabajar y por la que me esfuerzo, es la única institución donde se unen, a partir de y para la comprensión racional y global, todos estos proyectos parciales. Es la que los hace universales por el alcance de sus horizontes, universales por la profundidad con la que se conocen, universales por las conexiones entre saberes que descubre, y universales porque requiere e implica a la persona en su totalidad, en especial, su ser-amigo. 
Por eso es Universidad, no Multiversidad, señalaba Newman. Es ahí donde se madura intelectualmente, sólo si se edifica una comunidad muy peculiar de amigos: unos, –los alumnos-, descubren nuevos saberes, sus motivos racionales y las conexiones vitales de lo que conocen; y otros, –los maestros-, no avanzarían en su comprensión si no introducen a sus aprendices en esa forma de vida. [1] La Universidad no es una etapa en el proceso formativo para la vida profesional, aunque lo incluye. Se trata de aprender un modo de vivir: la del que se preocupa por pensar los por qué de todo lo que ve, a relacionarlo entre sí, y a compartir con amigos la búsqueda de esas respuestas. 
Entonces, ¿en qué sitio pretendemos platicar con el profesor que ha logrado integrar intelectualmente todos esos ámbitos? ¿En qué lugar conversaremos anárquicamente con el maestro sobre las razones y acerca de las fuentes de inspiración que ese agudo explorador descubre en el mundo? ¿Dónde se comparte el saber con un amigo? No se me ocurre otro mejor lugar que en un bar universitario. 
Un pub así, sería como la cereza. Es muy tonto preparar un pastel sólo para comerse la fruta que lo remata y adorna. Al contrario, cuando la tarta es mucho más que su mera utilidad alimenticia, entonces se vuelven relevantes sus señales de grandeza: como la cereza. 
Por eso, mientras una universidad no tenga un bar universitario, sigue siendo un kínder. 

-----------[1] John Henry Newman explicaba que la universidad era una comunidad de pensadores, comprometidos en comprender y vincular entre sí, de forma racional, toda la vida real de las personas reales, -no sólo el homo faber, ni el homo oeconomicus-, por el valor que esta actividad tiene en sí misma, y no tanto por la utilidad que de ella se obtiene. (Por cierto: The Guardian: para Newman el alma de la universidad descansa en la huella que deja en sus alumnos)

domingo, 17 de septiembre de 2017

Recibir un regalo

Grushenska y Alishoa

En una de las escenas, quizá, más estremecedoras de Los hermanos Karamazov, Grushenska afirma conmovida:
–No sé, no tengo ni idea, no sé lo que me ha dicho; le ha hablado al corazón, ha puesto patas arriba mi corazón... Ha sido el primero que me ha tenido lástima, el primero y el único, ¡eso es! ¿Por qué no has venido antes? [...] Toda la vida he estado esperando a alguien como tú, sabía que vendría alguien así y me perdonaría. Creía que a una mujer tan despreciable como yo también podían quererla, sin buscar únicamente mi perdición...
Alishoa le había regalado una mirada especial. Un obsequio que podría ser descrito como  «eres alguien  valioso para mí. Eres un don inmerecido para mí». O en palabras de Alishoa, «he encontrado un tesoro: un alma capaz de amar». 

¿A qué tipo de regalo se refiere Dostoyevsky? Una cocacola tiene un precio y la puedo recibir gratis en un centro comercial. Pero el escritor ruso no describe ese tipo de obsequios. Él habla de la entrega de aquello que no tiene precio pero lo vale todo: «¿quién soy yo ante tu mirada? ¿Soy alguien de quien obtienes un beneficio; me buscas porque me lo he ganado; o simplemente porque has descubierto en mí a alguien que lo merece todo sin tener precio?»

Esa mirada no se puede robar, forzar o manipular. No hay obligación de ofrecerla, no hay un deber de regalarla. Se da solo porque sí. Por eso Grushenska afirma asombrada: «–¡Voy a echarme a llorar! ¡Claro que voy a echarme a llorar! Me ha llamado hermana, ¡jamás lo olvidaré!»

Tal vez la única reacción ante ese tipo de regalos es el grito inevitable que nace de la conmoción, el asombro sobrecogedor del alma: «me han regalado lo inmerecido. Se han convertido en obsequio solo para mí; me han dado lo que no se gana: ni con mi esfuerzo, ni con mi talento, ni con mi derecho. Ha sido entregado solo porque sí». Es la mirada que sacude: you rocked my world!

Quizá nos pasa -mea culpa!- que olvidemos la cualidad esencial del regalo: ser obsequio inmerecido. Incluso algo tan cotidiano como ver a todo color. ¿Por qué no fuimos ciegos o daltónicos? ¿Por qué existe un mundo que nos asombra y conmueve? ¿Valoramos esa capacidad como regalo?  En este video se palpa la conmoción de quien descubre que un obsequio le permite ahora ver el regalo del color  (desde el 1:15, si hay prisa):


Puesta en música, esa experiencia se oye así:


sábado, 9 de septiembre de 2017

La comida del Costco: una clave para la interpretación jurídica


Lo propio del jurista es ajustar las reivindicaciones de las partescon la inherencia de las cosas, con la dignidad de las personas. El argumento que construye implica un ejercicio de interpretación. Aquí va un ejemplo de una parte de ese proceso de elección y valoración. En Hawaii unos policías catean sin orden judicial la camioneta de unos sospechosos. La autoridad alega que tenían motivos razonables para hacerlo. La mayoría del tribunal de alzada piensa que sí. 

En una conversación interceptada por la policía, los acusados Penitani y Faagai se citan en un Costco para comprar comida. Para la policía –y la mayoría de los magistrados- era raro que la reunión  se pactara en una tienda a 32 kms, y no en una más cercana, a 8kms. Había indicios que por «comida» los acusados entendían  «droga» y por eso se justificaba el registro. Pero en su voto disidente, al magistrado Kozinski le parece sorprendente algo de sentido común y experiencia cotidiana: la comida del Costco:
«Many people go to Costco to buy food. If talking about shopping for food at Costco were sufficient to justify a search, many of us would be searched by the police twice a week—thrice right before Thanksgiving».
Pero si iban sólo a comprar alimentos, ¿no es sospechozo que hubieran quedado en un sitio cuatro veces más lejano? Kozinski sugiere que la decisión la podrían haber tomado como lo hacen las mamás. La mía una vez me dijo: «¡Mi'jito! ¡Tráeme sal de Culiacán porque la que compro aquí en Guadalajara no sabe igual. La comida no me queda bien». Dice Kozinski (los corchetes y las negritas son añadidos míos):
«The majority deems it “unlikely that Faagai and John Penitani met at the Kapolei Costco to shop for food” because there was another Costco much closer to downtown Honolulu. But as savvy shoppers know, not all Costcos are the same. For example, the Kapolei location [la lejana] is twenty years newer than its downtown Honolulu counterpart [la cercana], and features a “fresh deli.” [...] These are entirely innocent reasons for preferring the Kapolei store».
¡Claro! «Hay que ir al otro Costco porque ahí sí venden Fresh Deli y está más nueva». ¡Levante la mano quién no a comprado así su despensa! Para Konzinski esta interpretación de los hechos dejaría sin motivos razonables (probable cause) el cateo impugnado. Los acusados se han comportado como haría cualquiera. Por eso, concluye el magistrado disidente:
«I dissent, and I’m off to Costco to buy some food».

lunes, 14 de agosto de 2017

«46»: la bóveda y la fuente



Hoy mis papás cumplen 46 años de casados. Dos palabras que me han dejado tocado, articulan mis recuerdos en un día como hoy: la bóveda y la fuente.

En una bóveda se guarda lo que es valioso. Pues bien, dice Dostoievski:
«Han de saber que no hay nada más alto, más fuerte, más sano y más útil en la vida que un buen recuerdo, especialmente el que se atesora ya en la infancia, en la casa paterna. Os han hablado mucho de la educación, pero cualquier recuerdo bonito, sagrado, conservado desde la infancia, puede ser la mejor educación que exista. E, incluso si nuestro corazón solo guarda un único recuerdo bueno, éste puede salvarnos en algún momento. Quizá nos volvamos malos, incluso puede que no tengamos fuerzas para resistir con firmeza ante una mala acción, que nos riamos de las lágrimas de los hombres y de las personas [...] quizá nosotros vayamos a burlarnos con maldad de esas personas. Aun así, da igual lo malos que seamos, Dios no lo quiera, pues, en el momento en que recordemos cómo hemos [sido amados], [...] el más cruel de nosotros y el más burlón, si es que nos convertimos en eso, ya no se atreverá a reírse en su interior de cómo una vez fue bueno y bello. Es más, puede que precisamente este único recuerdo lo aparte de un mal grande y que reflexione y se diga: "Sí, [por] entonces era bueno, valiente y honrado"» (Los hermanos Karamazov, Epílogo).
¿Y la fuente? Ella da origen al río, pero entre más ama a su hijo, más lo ve separarse. Pero no olvidemos que el torrente vive del empuje que nace del corazón del manantial. Sin eso, el agua se agota y el caudal muere. La fuente ama a su afluente empujándolo a ser él mismo y correr conforme a su identidad. Aún así, la vitalidad del río sigue dependiendo de su vínculo con la fuerza interior del pozo de donde nace. La cita es de Autorretrato con Radiador de Christian Bobín:
«"Quédate junto a mí", dice el mal amor. "Ve, dice el buen amor: ve, ve, ve: es por fidelidad a la fuente por lo que el arroyo se aleja de ella y se convierte en afluente, en río en oceano, en sal, en azul, en canto".»

lunes, 31 de julio de 2017

¿Cómo iniciar una clase que cautive? R: Guarda silencio

En 2011 fui alumno de Robert Spaeman


Me topé con un pequeño ensayo de María Zambrano titulado La mediación del maestro. Hoy, en el primer día de clase. ¿Qué hacer? ¿Cómo comenzar una clase? ¿Cómo debemos situarnos ante los alumnos? 

Ella sugiere que lo más razonable por hacer, es ponerse de pie en silencio ante los alumnos. Dice Zambrano: 
«podría medirse quizás la autenticidad de un maestro por ese instante de silencio que precede a su palabra, por ese tenerse presente, por esa presentación de su persona antes de comenzar a darla en activo y aún por el imperceptible temblor que le sacude. Sin ellos, el maestro no llega a serlo por grande que sea su ciencia. Pues que ello anuncia el sacrificio, la entrega. Y todo depende de lo que suceda en ese instante que abre la clase cada día.»
Para Zambrano, el silencio del profesor anuncia que él también sacrifica algo junto al alumno. Éste sacrifica su tiempo y atención; más aún, pone en riesgo su futuro al dejarse moldear por el docente. Por su parte, el profesor, puesto de pie ante su grupo, en un breve silencio, apunta un sacrificio para el que su erudición es irrelevante: un tiempo de esfuerzo y la humildad con la que esconde su saber, y así se lanzará a buscar las preguntas que el colegial muy probablemente ni siquiera se ha formulado. 
«Gracias a un maestro, la pregunta del discípulo, esa que lleva grabada en su frente, se ha de manifestar y hacerse clara a él mismo. Pues una el alumno comienza a serlo, cuando [descubre y formula] la pregunta que lleva dentro, agazapada. Esa pregunta, una vez formulada, es el inicio del despertar de la madurez, la expresión misma de la libertad. No tener maestro es no tener a quién preguntar y más hondamente todavía, no tener ante quien hacerse preguntas. Es quedar encerrado dentro del laberinto primario que es la mente… quedar encerrado como el Minotauro, desbordante de ímpetu, pero sin salida»
Así pues, ¿cuál es el momento más importante de una clase? Según Zambrano, es el primer silencio con el que el profesor se coloca ante sus alumnos: una pausa en la que ellos perciben el esfuerzo que hará por buscar, no solo  las preguntas propias sobre la materia que imparte, sino ese minotauro lleno de ímpetu que busca una salida. Esto me recuerda al otro silencio que señala el profesor Ratzinger, el que aparece 
«cuando los alumnos dejan a un lado el bolígrafo y se ponen a escuchar. Mientras van tomando apuntes sobre lo que dices, es señal de que lo estás haciendo bien, pero no les has sorprendido. Cuando dejan de escribir y fijan en ti su mirada mientras hablas, entonces quiere decir que a lo mejor has logrado llegar a su corazón».
Pensemos en los grandes maestros que hemos tenido, y quizá reconoceremos esa capacidad de llenar con su personalidad y su sabiduría, los pequeños silencios con los que inyectaban pasión y entusiasmo a sus lecciones.

lunes, 17 de julio de 2017

La consulta y unas lágrimas


Ayer se celebró una consulta ciudadana en Venezuela. Los organizadores pretendían conocer cuántos venezolanos se oponen a la convocatoria que ha lanzado el Nicolás Maduro sobre una nueva Constitución. Como se sabe, acudieron a votar poco más de 7 millones de personas; de las cuales, 6.3 millones rechazaron la convocatoria de Maduro. Para darnos una idea de lo que esto significa, la votación de ayer supera casi en un 2.2 millones votantes la convocatoria a constituyente que lanzó Chávez en 1999, y acumula más 1.5 millones más de personas respecto a las que aprobaron la Constitución vigente en ese país.

Tuve la oportunidad de acudir como observador a los dos centros de votación que se instalaron en Guadalajara. ¿Y qué vi? A personas de toda edad y profesión. Unos llegaron solos, la mayoría  con sus familias.  Casi todos con playeras de la vinotinto, de equipos de beisbol de la liga local,  gorras o banderas. Algunos venían de la zona metropolitana, otros de Chapala, Aguascualientes, Colima y Michoacán. Venezolanos deseosos de que su voz fuera escuchada, personas ilusionadas por un mejor país. Por la noche busqué información oficial del gobierno venezolano para contrastar los datos de lo que había visto. Encontré que la autoridad electoral había convocado para este mismo día, un llamado «simulacro electoral», con la intención de probar el mecanismo de elección de los constituyentes que pretende obtener en una elección a fin de mes. Sinceramente no esperaba que Maduro reconociera lo que sucedía en la calle, pero el contraste entre lo que vi en las casillas y lo que encontré de «simulacro electoral» convocado por el régimen me pareció de risa. 

Recordé aquella experiencia que relata Vaclav Havel en su ensayo «El poder de los sin poder». El dramaturgo checo cuenta la historia de un vendedor de verduras en el mercado. El régimen le había ordenado a todos como él, colocar una pancarta que decía: «¡Proletarios del mundo, únanse!». ¿Por qué alguien colocaría un letrero así? Sólo caben dos opciones: porque está convencido de lo que ahí se dice; o porque, aunque no lo está, prefiere mentir. Quizá prefiera evitarse problemas con el sindicato, con el régimen, o con los vecinos que no están dispuestos convivir con alguien cuya presencia les molesta. El letrero está ahí para ahorrarse incomodidades: es la paz del cementerio y la tranquilidad de la mentira. La principal herramienta de una dictadura, concluye Havel, no es la cárcel o la horca: es la expropiación de la conciencia y la normalización de una vida falsa. Algo así como reducir el ejercicio de ayer a un «simulacro». Pero si el vendedor no pensara como el letrero afirma, y por eso dice no lo pone, sin duda se metería en problemas, pero en cambio, vivirá auténticamente desde la verdad de sí mismo. Sus días podrán reflejar la sincera búsqueda de lo que vale la pena, la auténtica capacidad de cumplir con las obligaciones de justicia, y la genuina solidaridad con la que se vivifican las relaciones con los demás. Vivir así, se nota. 

Ayer vi a una abuela depositar su voto y romper en llanto. Dicen que en una viñeta de Mafalda, la niña concluye: «No lloro, simplemente estoy lavando recuerdos». No soy profeta ni pretendo adivinar las penas que aquella abuela cargaba en su interior; pero me dio la impresión que aquellas lágrimas representaban un honesto deseo de una patria más justa y reflejaban el empuje del que nacerá una nueva Venezuela. 

Yo estuve ahí. Yo lo vi.

miércoles, 28 de junio de 2017

El mar: gratuidad, intenseísmo y custodia.

Hokusai, 1830
Si el mar, tal y como lo conocemos, representa al último eslabón de un fenómeno físico, queda sin explicar lo sublime que nos hiere cuando nos colocamos ante él. En la playa percibimos que existe algo más que materia. Intuimos un regalo: no tendría por qué ser bello para funcionar, y sin embargo nos cautiva, exige nuestra atención, nos emociona: no pases de largo, ¡deténte! En otras palabras, su solo-estar-ahí deja sin resolver aquello que percibimos como innecesario para funcionar: su grandeza y gratuidad. El mar revela una lógica de magnanimidad y de regalo. 

Por eso, meterse en el mar es algo más que flotar en el agua. Abandonamos la seguridad de tierra firme para introducirnos en esa gratuidad. Nos rebelarnos al mundo de lo controlado.  –«¿Qué haces en el mar?» –«Nada. Nado. Porque sí». Hannah Arendt decía que el nacimiento de un niño detona la mayor cantidad de improbabilidaddes para el mundo: es su mayor milagro. El bebé introduce las miles de opciones que ahora serán viables a través de la libertad del niño. La criatura representa una rebelión contra la dictadura de la necesidad física. De modo que zambullirse en el mar forma parte de esa insurrección. Ahí germina una vocación.

Si aquello llama mi atención, es porque la propia vida sólo se entiende si se ilumina bajo esa luz: ser un don, ser sublime. Ante el mar, o en él, descubrimos el sentido de la propia vida. Hemos sido llamados a imitar la gratuidad y apropiarse de la grandeza, transformar nuestra vida en reflejo de esa lógica de regalo y grandeza. ¡Sólo así vale la pena vivir! ¡Ya no vivimos sólo porque sí; existimos para un «sí»!

Turner, 1840
Si ante el mar encontramos el regalo de su belleza, si en la playa se revela -¡se rebela!- una vocación, entonces la única actitud coherente con el mar es la vehemencia, el intenseísmo. Por el contrario, en un lago se experimenta calma, la paz delimitada por los contornos de su cuenca. O más bien, la tranquilidad de quien vive encadenado. En cambio el mar nos agita: ¡tu vida se llena por un para qué!  El intenseamiento es el fruto natural de comprenderse a sí mismo como alguien que vive para ser un don que respira y una entrega que late en un corazón.

Londres, Guillermo Alfaro (@guilm0), 2017 

De todo esto se sigue que quien va al mar, nada en él y se introduce en su lógica, sale de ahí para llevar al mundo aquello con lo que se supera la lógica de la utilidad y la evolución. Cuando no se atesora esa experiencia de grandeza, gratuidad e intenseísmo, el mundo pierde su fuerza. Es menos humano. Sin alguien que haga memoria de esa experiencia, sin alguien que custodie ese regalo, el mar se acota y reduce al ámbito físico. Se achica en átomos amalgamados por una evolución sin sentido alguno. Y la vida humana también se diluye en la necesidad y la utilidad.

El mundo se juega en el corazón de quienes visitan el mar, despiertan a su gratuidad, exaltan su vigor y custodian su sentido.

Te necesitamos.

lunes, 19 de junio de 2017

La universidad, el andén y el tren. En homenaje a Don Sergio Villanueva



En un manuscrito de 1267 encontramos unas estrofas que se han convertido en el himno universitario. Es el «Gaudeamus igitur». Ahí se canta a las glorias de la vida universitaria y nos invita a alegrarnos porque pasamos por sus aulas. Pero lo hace de una forma curiosa. Primero nos recuerda  el gozo por la comunidad académica; unos años que pasan de prisa y están contados, como la vida. Por eso, hemos de alegrarnos -sí por ser universitarios- pero hemos de saber hacerlo ya, ahora mismo.   

Alegrémonos pues, 
mientras seamos jóvenes. 
Tras la divertida juventud, 
tras la incómoda vejez, 
nos recibirá la tierra.

¿Dónde están los que antes que nosotros
pasaron por el mundo?
Subid al mundo de los cielos,
descended a los infiernos,
donde ellos ya estuvieron.

Ante este panorama de provisionalidad y de prisa, ¿por qué es importante la universidad? ¿Qué nos dice hoy una canción de más de 800 años de antigüedad? Si un joven a los 18 años ya tiene edad para trabajar, ¿por qué retrasar su vida laboral unos cuatro años sólo para que estudie? ¿Por qué si la universidad es preparación para la vida profesional,una vez en ella los maestros nos dicen que de lo que se trata es de entrenarnos para el mundo real? ¿No es más eficaz entrar a trabajar directamente? ¿Qué hay de valioso en esas horas de estudio no necesariamente útil para la vida productiva?

La universidad es un sitio para dejar pasar el tren que acaba de llegar y detenerse en el andén para conversar con otros. Algunos con más experiencia nos transmiten de su saber. Curiosamente, en ese mundo lleno de prisa, en la universidad nos detenemos a pensar cómo gastamos la vida y el modo en que podemos vivirla con intensidad y con sentido: ¿cuál es la forma recta de ser humano y de sociedad? ¿Cómo se vive dignamente y cómo encontrarle sentido a a una existencia que se enfrenta a la muerte? ¿Si he de morir, de qué sirve mi prestigio o mi dinero? ¿Cómo conecto estas preguntas con mi vida laboral? ¿Qué tipo de trabajo vale la pena para mi y cómo lo ejecuto eficazmente? Tras platicar con otros en ese andén, llegará el siguiente tren, el del trabajo, el de la vida profesional y habremos de abordarlo. El tren, inevitablemente nos llevará a la última estación. ¿Valió la pena la vida que vivimos? ¿Realmente aprendí a vivir aquello que valía la pena?

¿Por qué elegí este tema para hablar hoy? Murió Sergio Villanueva, el rector fundador de la Universidad Panamericana en Guadalajara, donde trabajo. Para nuestra comunidad académica ha sido una pena, sin duda; no estaríamos en este andén, sin los esfuerzos de Don Sergio Villanueva. Durante su vida edificó un lugar, una sala de espera ya en el andén, en el que muchos nos hemos detenido a esperar el tren. Así que, le tomo prestadas estas palabras a esa canción medieval: «¡Viva la Universidad, // vivan los profesores. // Vivan todos y cada uno de sus miembros // resplandezcan siempre.» ¡Gracias por su esfuerzo, Don Sergio! Ahora nos toca hacer que siga valiendo la pena.  Espero verlo en la última estación.

sábado, 13 de mayo de 2017

«No te enamores de un cobarde»

«Ofelia», de John Everett Millais (1852)

«No te enamores de un cobarde», así tituló Marta Fernández su artículo en la revista Jot Down del mes de enero de este año. El texto se centra en un personaje de cine. Aquí van algunos párrafos, en concreto, aquellos en los que el actor no es relevante. Marco en negro las frases que más me gustaron:
Parecía valiente con su vaso de bourbon y su pestañeo más lento de lo habitual [...] Parecía un héroe en el exilio. Un francotirador emocional. Y sin embargo [...] no era más que un cobarde. [...] Tan valiente que no es capaz ni de escuchar una canción. Buscaba, como buscan los débiles, la distancia para pulverizar esa determinación ciega del amor. Esa que convierte a todo hombre en un héroe, como decía Platón. Platón, que por algo supo ver la metadona del mundo ideal, creía en el miedo. Y sabía que es un sentimiento extraño que no se puede domar. [...] 
Parece que es el valiente el que sale tocado de esta farsa del amar sin amar. Se lleva, por supuesto, el golpe del que se lanza con toda la caballería y acaba en un precipicio emocional. Pero la peor herida es la del otro. La del que no se atreve. El que se guarda sin darse cuenta de que guardándose está perdiéndolo todo. Y se quedan los cobardes viviendo en una colección de condicionales que nunca son. Abrazaría. Diría. Haríamos. Y nadie abraza. Ni nadie dice. Ni nadie hace. Porque el cobarde prefiere su presente continuo en continua repetición. Como en la rueda de un hámster, dejando que la inercia decida por él. 
En ese palacio  de las inercias del que no es posible salir vive Hamlet, incapaz de hacer lo que tiene que hacer. Hamlet, cobarde máximo, portador de la súplica del fantasma de su padre, carga con la profecía de un asesinato que no puede comerter. «La conciencia así hace a todos cobardes». Y aunque ha prometido matar a su tío, rechaza la oportunidad cuando la tiene. Y enfunda el puñal cuando está apunto de hundirlo en su carne. Y no se da cuenta de que es su propia sentencia de muerte la que acaba de firmar. Esa es la sentencia del cobarde: la del que se decide a ejecutar cuando el momento ha pasado. Cuando ya no puede ser. 
Hamlet se enreda en sus palabras para no actuar, construye retóricas para no pasar a la acción. Un hombre paralizado con el pensamiento dividido en cuatro partes: tres de cobardía y solo una de prudencia. Y cuando se dice ser o no ser realmente se está interrogando sobre si actuar o no actuar. Interrumpe Ofelia su soliloquio y Hamlet parece ponerla sobre aviso diciendo lo que no se atreverá a decirle jamás: «la hermosa Ofelia, ninfa en tus plegarias, nunca olvides mis pecados». Porque sabe que su verdadero pecado es el de la omisión. Que del mismo modo que omite la venganza, omitirá el amor. Hamlet no tiene el valor para cumplir con su destino como no lo tiene para querer. Dulce, hermosa, suicida Ofelia, escucha esa plegaria que dice que no te enamores de él. 
Como todos los cobardes, Hamlet espera el momento de actuar, de empezar la nueva vida del príncipe vengador. Pero el momento no existe sin el fogonazo de la resolución. Ahí está la diferencia: el cobarde cree que el momento llegará y el valiente se atreve a construirlo. Cabalga sobre el carpe diem y hace lo que tiene que hacer. Matar. Morir. Vivir. Amar. Ser por encima de no ser. Actuar. Porque esperar el momento es vivir anestesiado. Esperar el momento es malvivir. [...] 
Quizá ese es el problema. La obsesión por proteger el corazón. Quizá el cobarde solo tiene miedo del dolor. Quizá todo parte de la absurda idea de que para no arriesgarse al maremoto de la pena, es mejor no sentir. «Tengo tanto miedo a perder aquello que amo que me niego a amar nada». 
[A un cobarde] le habría ido bien leer a Borges, que sabía que el peor de los pecados es no ser feliz. Si su prosa está hecha de laberintos, su poesía deambula por los caminos que no se atrevió a recorrer. El camino del amor que le amenaza, de esa mujer que le duele en todo el cuerpo, de esa esquina por la que no se atreve a pasar. «Dónde estará mi vida, la que pudo haber sido y no fue», se pregunta en un soneto que tituló «Lo perdido». Quizá no haría falta decir más. Pero lo explica Borges, ya anciano, con falsa prosa, en «Posesión del ayer» 
«Sé que he perdido tantas cosas que no podría contarlas y que esas perdiciones, ahora, son lo que es mío. Sé que he perdido el amarillo y el negro y pienso en esos imposibles colores como no piensan los que ven. Mi padre ha muerto y está siempre a mi lado. (...) Nuestras son las mujeres que nos dejaron, ya no sujetos a la víspera, que es zozobra, y a las alarmas y terrores de la esperanza. No hay otros paraísos que los paraísos perdidos». 
El paraíso perdido es el único que les queda a los cobardes. El que se atisba desde el infierno de la fobia, más allá de las llamas donde arde lo que nunca fue. [...] El de los verbos en condicional que quieren ser conjugados en presente de verdad perfecto. [...] Nunca te enamores de cobardes [...] Nunca te permitas temblar si no es por pasión. Nunca te dejes arrastrar a ese lugar donde el peaje para no sufrir es negar la felicidad.

miércoles, 10 de mayo de 2017

El hogar, la madre y un poema de Robert Frost


Robert Frost escribió un poema cuyo título en español se tradujo como “La muerte del jornalero” (aquí la traducción en español, aquí el original en inglés). Ahí se cuenta la historia de un desempleado; un antiguo jornalero que regresa a la granja de donde se fue, no en muy buenos términos. Dejó todo por la mala. Tiempo después, se queda sin nada –“sin un pasado para alegrarse, sin ningún futuro que ver con esperanza”- y regresa a su antiguo empleador buscando otra oportunidad, pero una repentina enfermedad se agrava y lo lleva la muerte.

Durante su agonía, sus antiguos empleadores discuten si deben o no recibirlo y darle cobijo. Uno de ellos es duro y no le entusiasma la idea de recibir a quien los había traicionado. Su esposa intenta un argumento humanitario: “Rubén, esta es su casa, su hogar”. El marido contesta “¿a qué te refieres con hogar?”

Frost ofrece dos respuestas. La primera dice. «Yo diría que “hogar” es el sitio que nunca merecemos».  En la segunda el poeta une dos conceptos que son contradictorios entre sí: “El hogar es aquel lugar donde, si tienes necesidad de ir, ellos tienen el deber de acogerte” [El original en inglés no tiene desperdicio: «Home is the place where, when you have to go there / They have to take you in»]

La frase es dramática: ¿puede exigirse el amor como un deber? Si el amor es libre, donación o gratuidad, entonces nunca puede ligarse a la lógica del deber, de la obligación, de la necesidad. Nadie tiene la obligación de regalarnos su cariño. Es lo propio de los regalos: o son gratuitos o no son regalos. El amor nunca es un deber.  Aún así Frost une estas exigencias: el hogar es el único sitio donde el amor no sólo es gratuidad sino que nos acercamos a él confiando en que sobre otros pesa la necesidad de querernos. En el fondo, en el hogar calmamos el hambre de que nuestra existencia esté justificada, de que haya alguien que nos necesite; y en ese sentido, que estén “obligados” a querernos. 

Pienso esto porque si tuviéramos que describir el corazón de una madre, o si habría que definirla, podríamos tomar prestadas estas dos expresiones del poema Frost. Probablemente damos por descontado que nuestras madres nos acogerán y vamos con ellas con la seguridad de que ellas están ahí para nosotros; un poco con la idea de que tienen el deber de recibirnos, de querernos. «Para eso son madres», intuímos. Quizá pasamos de largo el hecho de que su acogida sigue siendo un acto gratuito, una entrega no obligatoria, un regalo. Incondicionalidad en estado puro. 

Las madres quieren con tal intensidad, que deciden que el amor sea su deber; y para nosotros, la seguridad de contar siempre con un hogar. Repito la definición de Frost: “El hogar es aquel lugar donde, si tienes necesidad de ir, ellos tienen el deber de acogerte”.

Feliz día de las madres.

[Dedicado a Gaby, que acaba de estrenarse en estas lides]

miércoles, 3 de mayo de 2017

Entrégate primero, ¡hasta el cielo! Ahí encontrarás su poesía



¿Para qué son los amigos? Para sacudirse la monotonía, intensearse y pedalear. Así me llegó esta canción de «Florence + The machine» que me pasó la Sofía.

En «All this and heaven too»,  un amante reconoce su torpeza para entender por completo los gestos de quien lo ama. Intuye la grandeza y la valía de ese amor, –no sólo por lo que le dice, sino quizá por cómo lo ve o cómo le sonríe-; pero es incapaz de comprender todo el sentido de aquellos guiños en los que se envuelve y presenta cualquier amor. Le paraliza saber que si lo intenta, sus frases serán las que hieran y lastimen: porque diluyen la experiencia de ese amor.

Ante quien ama, el amante se pone de rodillas: «te daría todo esto, ¡y hasta el cielo!, solo para entender tu voz como presencia y significado. Yo, que sólo garabateo. ¡Yo, que más bien rasguño lo que tú me entregas! Soy incapaz de devolverte esa palabra». El incompetente intenta la única revolución a su alcance: decide amar. O más bien, introducirse en el corazón del amante. Impregnarse por la lógica del don. Sospecha que así sanará su impericia y encontrará el discurso, los modos de decir, la poesía que necesita. Le apuesta a encontrar una nueva mirada; se la juega del todo con tal de dibujar una sonrisa inesperada que se convierta en el nuevo lenguaje, en aquellas palabras que no se imaginaba capaz de articular.

He tenido la canción en la memoria estos días. En parte, porque me he cruzado con otros amigos que han sufrido el tipo de tragedias que los introduce por la fuerza, en el misterio del dolor. Intuyo que encontrarán el sentido del amor incondicional que no defrauda pero que se manifiesta en un lenguaje  duro y misterioso.

Aquí una versión subtitulada. Claramente sucede aquello de «traduttore, traditore». Al menos porque en inglés, con más frecuencia que en castellano, el sonido de las palabras también anuncia su significado. Abajo trascribí la letra original.




And the heart is hard to translate
It has a language of it's own
It talks in tongues and quiet sighs 
And prayers and proclamations in the grand days 
Of great men and the smallest of gestures
In short shallow gasps

But with all my education
I can't seem to commend it
And the words are all escaping me
And coming back all damaged
And I would put them back in poetry
If I only knew how, I can't seem to understand it

And I would give all this and heaven too
I would give it all if only for a moment
That I could just understand 
The meaning of the word you see
'Cause I've been scrawling it forever
But it never makes sense to me at all

And it talks to me in tiptoes
And sings to me inside
It cries out in the darkest night
And breaks in the morning light

But with all my education
I can't seem to commend it
And the words are all escaping
And coming back all damaged
And I would put them back in poetry
If I only knew how I can't seem to understand it

And I would give all this and heaven too
I would give it all if only for a moment
That I could just understand 
The meaning of the word you see
'Cause I've been scrawling it forever
But it never makes sense to me at all

And I would give all this and heaven too
I would give it all if only for a moment
That I could just understand 
The meaning of the word you see
'Cause I've been scrawling it forever
But it never makes sense to me at all

No, words are a language
It doesn't deserve such treatment
And all my stumbling phrases
Never amounted to anything worth this feeling
All this heaven never could describe 
Such a feeling as I'm healing, words were never so useful
So I was screaming out a language 
That I never knew existed before

viernes, 14 de abril de 2017

Bach y «La Pasión según San Mateo»: «¡He sido yo!»


Bach le ha puesto música a una experiencia que me conmueve. En un fragmento en «La Pasión según san Mateo», los soldados golpean y escupen Jesús mientras lo retan:  «¡Tú! ¡Profetiza! ¿Quién te ha golpeado?». Bach representa primero a la turba que se burla de Jesús, incapaz de identificar al soldado que ha soltado el puñetazo.

Pero de pronto, la escena cambia de sitio. La masa anónima deja de serlo. El sujeto ya no es la multitud sino el hombre que se encuentra a sí mismo en diálogo íntimo con el condenado: «Y dime, ¿quién te ha pegado?». Ya no hay amenaza, sólo participación de un mismo dolor porque se ha caído en la cuenta: «¡He sido yo! ¡Eres inocente!».

Bach hace carne la experiencia del amor que acepta al agresor por completo, aun en su culpa; incluso si eso lo lleva a la muerte. «Desde ese momento, escribe Ratzinger, existe una nueva clase de sufrimiento: el sufrimiento, no como maldición, sino como amor que transforma el mundo».

«He sido yo, y apesar de eso, no reniegas de mí. ¿Por qué lo haces? Porque me amas»





lunes, 3 de abril de 2017

Fanny Price y la contemplación de la belleza: madurez y empatía




Una primera versión de este texto, se preparó para la inauguración de una exposición de cuadros elaborados,  en un taller de arte, con gises pastel, lápices de colores o acrílico. La idea del taller es ayudar a los participantes a conocerse y descubrir tanto su personalidad, como su responsabilidad ante los demás.  

Uno de los personajes “más grises” que diseñó Jane Austen es la heroína de Mansfield Park. Fanny Price, a diferencia de Elizabeth Bennet (Orgullo y Prejuicio) o de Elinor Dashwood (Sensatez y Sentiminetos), es algo insípida. Le gusta la soledad, padece en silencio los acontecimientos de su hogar adoptivo, y se guarda para sí las reflexiones sobre el daño que se causan los personajes con sus acciones desajustadas. Pero, a su modo, Fanny se toma muy en serio los principios con los que interpreta la vida. Para ella se debe actuar con propiedad, se ha de juzgar el carácter de los demás con acierto, se reconoce el deber de ser fiel a una tradición, se exige honrar las lealtades familiares, para lo cual es ineludible acompañarlos con sentimientos apropiados. Aquello no es un juego.

Curiosamente, Ms. Price no sólo está equipada con principios morales, sino con un ojo estético fino para contemplar la naturaleza. Es la única que, gracias a esa capacidad, ha logrado moldearse ella misma, a partir de su esfuerzo por honrar con su conducta, el orden y belleza que percibe en lo que la rodea. En un momento de la novela, la protagonista de Mansfield Park exclama al contemplar la grandeza de una noche estrellada:
«¡Esto es armonía! —dijo—. ¡Esto es paz! ¡He aquí algo que deja atrás todo lo que la música y la pintura puedan expresar, y que sólo la poesía puede intentar describir! ¡Esto puede calmar toda inquietud y exaltar el espíritu hasta el arrobamiento! Cuando contemplo una noche como esta, tengo la sensación de que ni la maldad ni el dolor pueden existir en el mundo; y es seguro que de las dos cosas habría menos si se atendiera más a la sublimidad de la naturaleza y la humanidad llevara su mirada un poco más allá del círculo de mezquindades en que se encierra, contemplando un espectáculo como éste. »
Más adelante, nos regala una explicación similar, cuando se da cuenta de lo que ha mejorado un jardín, con un poco de trabajo:
«—Es bonito, muy bonito —dijo Fanny, mirando en derredor, un día en que se hallaban así sentadas en un banco—; cada vez que vuelvo a encontrarme entre estos arbustos me sorprende más su desarrollo y belleza. Hace tres años, esto no era más que un seto vivo que crecía descuidadamente a lo largo de la margen superior del campo, y que nunca se creyó que fuese algo, o que pudiera convertirse en algo digno de tenerse en cuenta; y ahora es un paseo del cual seria difícil decir si es más apreciable lo útil o lo decorativo.
Fanny logra reconocerse a sí misma en el equilibrio, simetría, cadencia y orden de la naturaleza. Aprende gracias a su capacidad para dejarse conmover por la armonía que aprecia en las cosas. En este contexto, dejarse asombrar por la belleza, no sólo es un acto de autoconocimiento  personal; es parte ineludible de su proceso de madurez. Los principios morales que modelan el carácter de Fanny y le ayudan a juzgar su lugar en el mundo, son ajustados por su capacidad contemplativa de la belleza.

Ahora bien, si la contemplación de la belleza consigue ese florecimiento personal, debe ser mucho más que sólo el autoconocimiento subjetivo de las propias emociones. Si fuera sólo una explosión de la propia sensibilidad, entonces, ¿por qué no podemos autoasombrarnos? ¿Por qué seríamos capaces de compartir esa experiencia si sólo fuera un reflejo del mundo interior? En el caso de Fanny, ella no hubiera madurado al contemplar la naturaleza si su belleza únicamente fuera expresión de sus propios deseos. Lo armónico no tendría su propiedad performativa -modeladora del carácter- si fuera solo fruto de la intimidad personalísima. En otras palabras, la noche estrellada que asombra a Fanny, no catalizaría su carácter, si la belleza de los astros fuera simplemente una extención de sus propias emociones interiores. De ahí que la cualidad formativa de la belleza, su propiedad como reveladora de la intimidad, se debe a su carácter trascendente: aquello realmente existe, verdaderamente es bello, y ciertamente es un bien para mí. Sólo así es posible ser comunicada en una obra de arte, por ejemplo.

De modo que la expresión de esa contemplación -la obra artística- significa tanto un despertar para sí, como un madurar en beneficio de otros. Al igual que Fanny, la armonía que debe ser descubierta y honrada con las acciones, predispone para reconocer nuestras responsabilidades con los demás. En el horizonte moral de la heroína de Mansfield Park, la contemplación no solo genera autoconocimiento, sino que de ella también florece el esfuerzo solidario por introducir a los amigos en la misma dinámica. Que ellos también sean armonía.

Por eso, las expresiones artísticas -los vehículos de belleza-, no son sólo un retrato de los sentimientos de quien lo pinta. Contienen una invitación ser testigos -si bien es cierto de modo cifrado- de los equilibrios, las luces y sombras, de los autores y un requerimiento a dejarnos conmover por ellos, a hacer nuestra esa búsqueda; y, a modo de empatía, compartir una existencia común. En resumen, la experiencia estética de Fanny Price fue pedagoga de las armonías en su carácter, y dardo que liberó al resto de personajes de Mansfield Park del deterioro moral en que se encontraban. 

Del mismo modo, quien nos comparte de su experiencia estética, se convierten en despertadores de nuestra propia dignidad. Nunca son sólo auto retrato de una intimidad.

Feliz cumpleaños a Esmeralda, quien es autora de este cuadro: 



Aquí va el resto de esa exposición: