El dibujo es de Antonio Federico |
Dejar huella en el mundo implica marcarlo con nuestro trabajo por ordenarlo y vivir dignamente en él. Nos preocupa organizar la vida para ofrecer una seguridad a quienes amamos. Un espacio agradable para vivir. Esa es una cara de la moneda de la vida humana. Pero también lo es la vulnerabilidad. El mundo no necesita a esta persona para girar, ni para permanecer o evolucionar. En algún momento no existía, luego nació y mañana desaparecerá. Cada uno es prescindible, frágil y enfermable. Contingente.
El coronavirus nos despertó del comprensible enamoramiento por lado de la moneda más agradable. Pero de la que surge la fuerza interior que renueva nuestro sentido de dignidad. El papa Francisco partió de esta experiencia para ofrecer esperanza en su discurso sobre esta crisis:
La tempestad desenmascara nuestra vulnerabilidad y deja al descubierto esas falsas y superfluas seguridades con las que habíamos construido nuestras agendas, nuestros proyectos, rutinas y prioridades. [...] Con la tempestad, se cayó el maquillaje de esos estereotipos con los que disfrazábamos nuestros egos siempre pretenciosos de querer aparentar; y dejó al descubierto, una vez más, esa (bendita) pertenencia común de la que no podemos ni queremos evadirnos; esa pertenencia de hermanos.
Hace unos meses, mi hermana Nora publicó un libro en el que cuenta su vida -marcada por la enfermedad y la vulnerabilidad-. Me pidió que escribiera una presentación. Se trata de sintetizar la mirada con la que ella repasa su vida para encontrar un sentido en medio de esa fragilidad. Aquí van unos párrafos de lo que terminó en el prólogo:
¿Qué encuentras en Más allá de lo evidente? Obscuridad. Pero entendida más bien como misterio que como sombra. Una experiencia mas cercana a invitación que a la ofuscación. En la vida que Nora cuenta, el dolor se hace presente. Pero también la alegría, la solidaridad, el esfuerzo y la paciencia. Pero, ¿cómo se anudan todos estos hilos?
Como toda vida, la biografía de Nora no solo se despliega las escenas de todos los días, sino, sobre todo, la conciencia del tipo de historia que se cuenta con su vida. La enfermedad obliga a la autora a preguntarse radicalmente por el sentido de su vida. Desde su infancia, Nora se convenció de que Dios, un Padre bueno, sacaría algo bueno de su dolor y le daría fuerza para superarla. Con el paso de los años, su enfermedad no le dio tregua: una y otra vez debe replantearse si ese por qué a su sufrimiento realmente apunta a una solución real y eficaz. El dolor no permite atajos ni sensiblerías. O esa respuesta es real y eficaz, o el dolor que aparece una y otra vez en la vida de Nora se convertiría en la prueba irrefutable de que Iván Karamazov acertó:
«imagínate que tienes que levantar el edificio del destino humano, con la intención última de hacer feliz al hombre, proporcionándole, al fin, paz y sosiego; pero para eso tendrías que torturar, inevitable e inexcusablemente, a una sola de esas criaturitas, pongamos por caso, a esa niña pequeña que se daba golpes de pecho, y erigir ese edificio sobre sus lágrimas no vindicadas. En esas condiciones, ¿estarías dispuesto a ser el arquitecto? […] Muy caro le han puesto el precio a la armonía, la entrada no está al alcance de nuestro bolsillo. En vista de lo cual, me apresuro a devolver mi billete de entrada.»
[...] En [el libro de] Job, la respuesta al dolor no consiste en la develación de una fórmula filosófica para comprender los motivos por los que una persona sufre –articular los por qué-; o que Dios, al menos la divinidad cristiana, sea capaz de sacar de los males, bienes –reconocer los para qué-. No. Job encuentra algo mejor que un desarrollo discursivo, un argumento, sobre el dolor. Aprende a ver a un acompañante. En otras palabras, la respuesta de Dios al dolor es tanto dejarlo en el misterio, como solucionarlo a través de su cercanía. Benedicto XVI lo resume así: «Existe una nueva clase de sufrimiento: el sufrimiento no como maldición, sino como amor que transforma el mundo» (Ratzinger, El Dios de Jesucristo, ed. Sígueme, 1979, p. 53).
De este modo, aunque se puedan encontrar motivos para sobrellevar la enfermedad, aunque se reconozca que Dios pudiera sacar algún bien de la enfermedad, si la respuesta solo es un por qué o un para qué, si el dolor se comprendiera gracias a un genial argumento, entonces la objeción que planteó Dostoyevsky en boca de Ivan Karamazov seguiría sin resolverse. Un Dios así sería un arquitecto sumamente cruel: ¿por qué hizo sufrir a una niña inocente? Yo también devolvería mi boleto de entrada a un mundo que se construye con el dolor de quien no lo merece.
Pero la fe que mueve a Nora, aquella que aparece en estas páginas, es más que motivos con cierta coherencia interna o bienes que se obtienen a cambio de un sacrificio. Se trata más bien de saberse vista, de fiarse de una mirada, de sentirse acompañada e introducida en un misterio. Consiste en agudizar la mirada, ajustar los ojos del corazón para ver más allá de lo evidente. Por eso, o ese Dios en el que Nora confía es real, personal, se ocupa de ella y la interpela, o Nora no pasa de ser una fanática que encontró argumentos para sobrellevar la vida. Su fe, no dejaría de ser una cruel esperanza fallida. [...]
La fe de Nora puede que deje en el misterio los por qué y los para qué de su enfermedad, pero queda patente la cercanía de alguien que goza con la gratuidad. Entonces, ¿cuál podría ser la respuesta al por qué me pasó esto a mí? No los sé bien del todo. La única respuesta coherente que intuyo sería por una gratuidad de un amor incondicional. Edith Stein resumía así este misterio: El amor se hace profundo por el dolor; y el dolor se hace fecundo por el amor.