jueves, 29 de enero de 2015

¿A qué vamos a un campo de concentración?

Foto: Alik Keplicz/AP

Hace dos días se cumplieron 70 años de la liberación de Auschwitz [se pronuncia Aushvihts]. Nadie que haya visitado un sitio así olvida esa experiencia. Escribe Beatriz Martínez de Murguía que caminar por un campo de concentración «te sume en el silencio, te enseña que el mal existe y que de cada uno de nosotros depende que nunca más vuelva a suceder. No con nuestro silencio, no con nuestro consentimiento silencioso.» Entonces, ¿por qué ir a un lugar a pasarla mal y angustiarse?

Yo visité Dachau [Dahau], un campo de concentración cerca de Munich. Honestamente no sabes cómo comportarte. La entrada ya huele a tragedia. La inscripción de la puerta del infierno por la que cruza Dante en «La Divina Comedia» intimida: «Quienes cruzan por aquí, abandonen toda esperanza». En Dachau y Auschwitz la puerta de entrada escondía su amenaza en una frase de esperanza: «El trabajo libera». ¿Es posible imaginar una ironía más tétrica? 

Encantes, ¿a qué vamos cuando visitamos un lugar así? Por que no es un museo en el que se experimenta la belleza. Parece obvio que en un campo de concentración se visiten hornos crematorios y cámaras de gas como recordatorio de que los seres humanos somos capaces de recluir y eliminar a otros seres humanos con crueldad y eficacia. También, yo lo vi en Dachau, se muestran objetos personales de quienes estuvieron encerrados ahí. Recuerdan que es imposible reducir a la persona a número descartable. Victor Frankl, un filósofo sobreviviente a Auschwitz, condensaba esta experiencia cuando escribió: 
«¿Qué es, en realidad, el hombre? Es el ser que siempre decide lo que es. Es el ser que ha inventado las cámaras de gas, pero asimismo es el ser que ha entrado en ellas con paso firme musitando una oración.»
En una visita a un campo de concentración, uno recuerda a personas que a pesar del intento de otros por reducirlos a un animal descartable, se revelaron con la única arma a su disposición y la más eficaz: su dignidad. Si la dignidad, dice Spaeman, no puede ser arrebatada desde fuera, siempre encontramos en la persona la capacidad de tomar postura ante lo que le sucede y arrebatarle la última palabra a la tragedia. Los ejemplos de prisioneros de campos de concentración que nos pueden servir  son numerosos. Personalmente me conmueve la respuesta de una filósofa judía que murió en Auschwitz –Edith Stein-. Antes de ser detenida, se dio cuenta que por su origen judío corría serio peligro de padecer la persecución nazi. Eso la empujó a buscar sentido al dolor y al sufrimiento, a justificar su presencia -encuentro inevitable- en la vida de las personas. Descubrió que aunque todos nos sucederá la muerte, este hecho no puede decidir cómo habremos de enfrentarla. Aunque padeceremos el dolor, a éste se le quita la última palabra cuando se le llena de sentido. No se trata de desear o celebrar la tragedia, sino de superarla ofreciendo una respuesta digna. Edith Stein murió en Auschwitz con la convicción de que sólo «el amor hace fecundo al dolor y el dolor hace profundo al amor (JPII dixit)».

Entonces, ¿a qué vamos de visita a un campo de concentración? Quizá a dos cosas. Por una parte, a ponernos en crisis, a pensar de lo que el hombre es capaz de hacerle a otros y aprender a revelarnos contra ello. Al mismo tiempo, vamos a recordar que incluso en ese abismo aprendemos de quienes no se han dejado atrapar por esa lógica y ofrecen una respuesta digna. Dicho con palabras de Viktor Frankl: «Nos pueden quitar todo excepto una cosa, una última libertad humana, elegir qué actitud adoptamos ante las circunstancias».

miércoles, 28 de enero de 2015

Tomás polemista: ¡Tú y cuantos más!

«Santo Tomás de Aquino y San Luis IX» de Niklaus Manuel.

Parece que al leer a Tomás de Aquino -en especial la Summa- nos encontramos a un académico dentro de una habitación de cristal. Camina lento, no deja problema sin tratar, manda llamar a todos los argumentos de forma serena y los sienta a dialogar pacíficamente. Joseph Pieper inicia así su libro The Silence of Saint Thomas:
«A chance perusal of any of Augustine's writings, even a page from his most abstract work, On the Trinity, will convey the unmistakable impression: this was thought and written by a man of flesh and blood. But let someone take a similar glimpse into the tight structure of the Summa Theologica of St. Thomas Aquinas, and he will be tempted to ask: Were these sentences really set down by a living, man or did not rather the objective content forme­ late itself undisturbed-neither blurred nor warmed -by the breath of a living thinker? The vital prod­ ucts of Augustine's thinking never allow us to for­ get their source in his personal life, from which they spring forth like the blcs!'lom from its root and stem. But the language of St. Thomas suggests its origin in a living mind as little as crystal suggests the essential liquid from which it is formed.»
Tomás, sin duda, era un académico que respetaba profundamente las auctoritates y si escribe algo árido, no es por un temperamento insípido. En sus escritos polémicos en favor de la vida religiosa,  mete las manos al fuego en un tema que padeció personalmente: la defensa de la propia vocación. El Aquinate, acostumbrado a tratar con deferencia los argumentos contrarios, mesurado para acomodarlos en su mejor versión y habituado a matizarlos para verlos con la luz que muestre su valía, no le tiembla la mano cuando escribe: 
«Si alguien desea escribir contra esta obra, me resultará muy agradable, pues la verdad no se manifiesta de mejor forma que resistiendo a los que contradicen y refutando su error; como dice el libro de los Proverbios: "El hierro se agudiza con el hierro; el hombre se afirma al contacto con el prójimo"» (De Perfectione, c.30)
En el «Contra Retrahentes» también va un caballazo:
«Si alguien quiere contradecir esta obra, que no vaya a parlotear ante los niños, sino que escriba un libro y lo publique para que personas competentes puedan juzgar lo que es verdadero y refutar lo que es falso por la autoridad de la verdad» (Contra retrahentes, c.17)
Jean-Piere Torrell comenta que la expresión «Non corran puerros garriat» alude a los jóvenes bachilleres que eran desanimados por teólogos más experimentados para que no se unieran a los Dominicos. En otra ocasión que defiende a un hermano suyo dominico, al mismo tiempo que señala los errores alguna de sus observaciones, lo defiende con fuerza: «El objetante levanta una calumnia o no entiende la cuestión... lo que el objetante dice es una calumnia y del todo frívola (Resp. De 108art., 16 y 17)». 

El atributo «polemista» tampoco es descabellado en un pasaje del «De unitate intellectus». Si bien califica a Averroes como depravador y perversor de Aristóteles (De unitate intellectus, 2) no duda de su inteligencia. Pero de algunos colegas suyos en la Universidad de Paris les recrimina: «Los que defienden esta posición deben confesar que no entienden absolutamente nada, y que incluso ni siquiera son dignos de discutir con aquellos a quienes atacan» (De unitate intellectus, 3). Y termina así:
«Si alguien, vanagloriándose de una falsa ciencia, pretende argumentar contra lo que acabo de escribir, que no vaya parloteando por las esquinas, o ante los jóvenes incapaces de juzgar en una materia tan difícil, sino que escriba contra este libro si se atreve. Tendrá entonces que vérselas no sólo conmigo, que soy el más pequeño, sino con otros muchos amantes de la verdad, que sabrán resistir a su error y venir en socorro de su ignorancia (De unitate intellectus, 5 in fine
Tomás no fue ni el gordito bonachón-místico, ni el panzer de la razón que escribe desde su torre de cristal.

Por cierto, la idea, su estructura, las citas y la traducción la encontré en el libro de Jean-Pierre Torrell, Iniciación a Tomás de Aquino: su persona y su obra, EUNSA, pp. 108-113. 

jueves, 22 de enero de 2015

Llegar a casa: lecciones del beisbol


Nací frente al estadio de los Tomateros. Curiosamente uno de mis primeros recuerdos infantiles es en el estadio Ángel Flores: mi padre me cargó para brincar de gusto por que Culiacán había quedado campeón. Y aunque no puedo declararme el aficionado más comprometido de esta franquicia beisbolera, sin duda lo que he aprendido de este deporte y las lecciones que me han dejado, se las debo al equipo guinda. Así que desde que se fijó la final entre Tomateros y Charros, puse por escrito cuatro lecciones de vida que he recibido en el contexto del beisbol. No necesariamente son exclusivas de este deporte, pero en mi caso sí que puedo reconocer haberlas recibido gracias a esta afición.

1. Preocúpate por tu acción, no por el resultado. Jugué beisbol de niño. Era más bien malo: no pasé de noveno bat, ni jugué otra posición que el jardín derecho donde había menos posibilidades de que llegara algún batazo. Mis amigos decían que no le pegaba ni al mundo amarrado y lanzado de globito. Lo único que hacía razonablemente bien era el toque de bola y correr. Y eso era lo que hacía. Mi entrenador me enseñó que lo único de lo que podía preocuparme era de cómo tomar el bat y matar la bola en la dirección deseada. Y a correr. Él me enseñó que si me preocupaba por lo que hacía, y lo hacía bien, el resultado ya llegaría. 

2. No le tires a todo, aunque venga strike. Con ocasión del centenario del inicio de la Primera Guerra Mundial hablábamos de lo difícil que es prever las consecuencias reales de un conflicto y lo complicado que es controlar la escalada del desencuentro. Por eso, los conflictos hay que elegirlos bien. «Pocos y que valgan la pena. Ya sea por el tema, por lo que sacaremos de ahí, por cómo quedará dañada una relación, por lo que realmente podemos cambiar del problema, etc.[...] No todo pleito vale la pena.» Por eso, como sucede en el beisbol, no hay que tirarle a todo lanzamiento aunque venga strike. No hay que dejarse ir por todo, aunque suene atractivo.

3. El juego termina con el out 27. Es tan evidente que parece bobo decirlo. Si todavía no termina el juego, aún así, el otro equipo que va ganando debe terminar la tarea, no puede dejar simplemente que pase el tiempo, no puede esconder la pelota, no existe enfriar el partido. Debe lanzar una y otra vez hasta el último out abriendo una oportunidad a cada bateador contrario. Así que mientras llega, una paliza se puede borrar (Culiacán, por ejemplo, remontó 7 carreras en el primer juego de la semifinal, ganó la serie a pesar de ir perdiendo 1-3 en partidos; y ayer los Charros de ir perdiendo 11-2, remontaron hasta terminar 11-8). Mientras no caiga el último out, no se puede dar uno por vencido, ni tampoco puede asumir que ya ganó. En negocios pasa algo parecido, no has ganado nada sino hasta que tengas el dinero en tu cuenta.

4. Ten paciencia para el drama. En el beisbol no hay reloj y demanda paciencia. Al igual que el trabajo del que más orgulloso estemos o de la relación de amistad que más apreciemos, el beisbol premia al que sabe poner toda su atención para ver por dónde viene su problema y sacarlo de hit. Si se es lo suficientemente paciente y sagaz, se podrá avanzar hasta llegar a casa. El beisbol es el único deporte en el que se anotas llegando a home y ganas si llegas a tu hogar en más ocasiones que el contrario.



jueves, 15 de enero de 2015

La Sátira y la Ofensa como Derecho. A propósito de «Charlie Hebdo»

Bernard Holtrop: «Vomitamos sobre todos ellos y de pronto dicen que son nuestros amigos»

Ya ha pasado más de una semana del terrible atentado contra personas que trabajaban en la revista Charlie Hebdo. Con un poco de perspectiva podemos identificar dos discusiones que se pusieron en movimiento a partir de esos eventos. El primero es la condena contra el terrorismo, la instrumentalización de una fe y una religión para justificar una respuesta violenta y criminal. El segundo ha sido un interesante debate sobre los límites de la libertad de expresión, y en ese contexto el papel de la sátira como forma de manifestación política.  

No todos los que han mostrado su solidaridad con la revista lo han hecho como signo de simpatía con el contenido de la publicación, sino tanto para mostrar su rechazo a una acción terrorista, como por solidaridad con los familiares de las víctimas. Por eso, no es de sorprender que Bernard Holtrop, uno de los caricaturistas sobrevivientes a la tragedia, ha desdeñado a sus nuevos amigos que han mostrado solidaridad ante la tragedia -el Papa, la Reina Isabel, Putín, etc: «Vomitamos sobre todos ellos y de pronto dicen que son nuestros amigos...» dijo a un diario holandés.

La sátira expone nuestras debilidades, ridiculiza nuestra vanidad y en cierta medida nos iguala a todos: nadie está exento de burla. Como manifestación de la libertad de expresión, es un componente insustituible del debate público. A pesar de ello, el profesor Francesc Pujol piensa que el humor diseñado para ofender no es sana para la democracia pues
«convierte al rival en malo sin matices. Se le hace indigno, lo que da derecho y deber de desprecio y humillación. Por eso se le humilla. Para mí, -- el núcleo del problema no reside en que se trata de un humor que ofenda, sino que ha sido diseñado para ofender. [...] este humor alimenta tendencias de simplificación de problemas, de demonización del rival,  de frentismo, de una apuesta preferente por el ataque frente a la conversación.» 
Pero no es de la idea de prohibir esa libertad de expresión. Por su parte David Brooks en un editorial del New York Times -publicado también en español por El País- nos recuerda que la ironía que ofende deliberadamente puede entenderse como algo propio de un adolescente.
Pero, al cabo de un tiempo, nos parece pueril. La mayoría de nosotros pasamos a adoptar puntos de vista más complejos sobre la realidad y más comprensivos con los demás. (La ridiculización se vuelve menos divertida a medida que uno empieza a ser más consciente de su propia y frecuente ridiculez). La mayoría tratamos de mostrar un mínimo de respeto hacia las personas con credos y fes diferentes. Intentamos entablar conversaciones escuchando en vez de insultando.

Aún así, los caricaturistas ponen de relieve la irracionalidad de los fundamentalistas, de quien se toma todo al pie de la letra. De cualquier modo esta necesidad de reírnos de nosotros mismos y reírnos de las cosas serias, siempre se encontrará en la difícil tesitura de trazar la línea entre la ironía y la burla. Brooks concluye que el humor de Charlie Hebdo es descortés y ofensivo, pero necesario; aunque esto no implique colocar en el mismo nivel, la ironía inteligente de la sátira que desprecia y ofende aquello de que se burla. 

Lo decíamos hace unas semanas. Es tan importante saberse reír de las cosas que son fundamentales y serias; y al mismo tiempo, no reírse de todo, como si nada importara. Esta reflexión, por tanto, no espero que convenza a quien defiende el derecho a ofender, sino a quienes creen que distinguir entre la sátira ofensiva y la broma sagaz es positivo para todos. 

jueves, 8 de enero de 2015

¿Por qué vale la pena ser «idiota»? La respuesta de Cortázar



Hacia el final del año pasado aparecieron en feisbuc resúmenes de lo fabuloso que había sido el año de muchos de los que encontré por ahí. En los primeros días de enero, otros escribían:  «Que el 2015 traiga para ti felicidad», como si el calendario pudiera cumplir con deseos. Sí, lo reconozco, un poco grinch. Me topé con un cuento de Julio Cortazar titulado «Hay que ser realmente idiota para...». Así comienza:
«Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me  parece un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone. Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto.»
En el resto del cuento, el autor argentino llama idiota a la capacidad de asombro sobre lo cotidiano, o asombrarse sin saber por qué algo merecería nuestro entusiasmo. Es lo que él denomina «ser idiota». El contrario al idiota es el sabio, el experto. Siempre ofrece una explicación científica o un argumento que rebosa erudición para bajarnos de la nube o diluir nuestro asombro: si te enamoras es por que hay una respuesta química o un deseo reprimido que busca salida. Que si que te gusta una frase, le parece cursi e insulsa; que si defiendes un tipo de idea, es por que eres un poco carca y pasado de moda. El sabio habla porque sabe de lo que platica, porque considera inmaduro emocionarse por algo inconsistente para sus categorías de conocedor. Dice Cortázar:
Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. [...] Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce.
Con esto no quiero decir que hemos de abandonarnos a la irracionalidad. Se trata más bien de aprovechar el asombro como materia prima de nuestro pensar. Como nadie se puede autoasombrar, descubrir que hemos sido golpeados por algo es el inicio de un camino de maduración: ¿por qué me asombró? ¿Qué es aquello que me llama? ¿Qué hay en mí que permite el eco del asombro? ¿Cómo lo justifico? ¿Qué alcances tiene? ¿Cómo lo comparto y realizo junto con otros? Quizá, con el paso del tiempo, podemos volvernos en conocedores de aquello que nos ha asombrado e dar un curso completo a expertos en la materia. Pero nunca perder la capacidad de asombro.

Cortazar se burla del sibarita entendido en la materia, que seguramente tendrá muchas razones para criticar el entusiasmo infantil de alguien ante una «tontería». Y con esa ironía rescata la importancia de la belleza que aparece ante nosotros; aquel asombro que remueve nuestra intimidad sin que comprendamos a fondo los motivos de una respuesta así.

En ese sentido, si la disyuntiva es ser conocedor de datos en frío, o el idiota capaz de asombrarse y de ponerse en camino para comprender por qué algo lo ha golpeado.

-o-
Hay que ser realmente idiota para... 
Hace años que me doy cuenta y no me importa, pero nunca se me ocurrió escribirlo porque la idiotez me  parece un tema muy desagradable, especialmente si es el idiota quien lo expone. Puede que la palabra idiota sea demasiado rotunda, pero prefiero ponerla de entrada y calentita sobre el plato aunque los amigos la crean exagerada, en vez de emplear cualquier otra como tonto, lelo o retardado y que después los mismos amigos opinen que uno se ha quedado corto. En realidad no pasa nada grave pero ser idiota lo pone a uno completamente aparte, y aunque tiene sus cosas buenas es evidente que de a ratos hay como una nostalgia, un deseo de cruzar a la vereda de enfrente donde amigos y parientes están reunidos en una misma inteligencia y comprensión, y frotarse un poco contra ellos para sentir que no hay diferencia apreciable y que todo va benissimo. Lo triste es que todo va malissimo cuando uno es idiota, por ejemplo en el teatro, yo voy al teatro con mi mujer y algún amigo, hay un espectáculo de mimos checos o de bailarines tailandeses y es seguro que apenas empiece la función voy a encontrar que todo es una maravilla. Me divierto o me conmuevo enormemente, los diálogos o los gestos o las danzas me llegan como visiones sobrenaturales, aplaudo hasta romperme las manos y a veces me lloran los ojos o me río hasta el borde del pis, y en todo caso me alegro de vivir y de haber tenido la suerte de ir esa noche al teatro o al cine o a una exposición de cuadros, a cualquier sitio donde gentes extraordinarias están haciendo o mostrando cosas que jamás se habían imaginado antes, inventando un lugar de revelación y de encuentro, algo que lava de los momentos en que no ocurre nada más que lo que ocurre todo el tiempo. 
 Y así estoy deslumbrado y tan contento que cuando llega el intervalo me levanto entusiasmado y sigo aplaudiendo a los actores, y le digo a mi mujer que los mimos checos son una maravilla y que la escena en que el pescador echa el anzuelo y se ve avanzar un pez fosforecente a media altura es absolutamente inaudita. Mi mujer también se ha divertido y ha aplaudido, pero de pronto me doy cuenta (ese instante tiene algo de herida, de agujero ronco y húmedo) que su diversión y sus aplausos no han sido como los míos, y además casi siempre hay con nosotros algún amigo que también se ha divertido y ha aplaudido pero nunca como yo, y también me doy cuenta de que está diciendo con suma sensatez e inteligencia que el espectáculo es bonito y que los actores no son malos, pero que desde luego no hay gran originalidad en las ideas, sin contar que los colores de los trajes son mediocres y la puesta en escena bastante adocenada y cosas y cosas. 
Cuando mi mujer o mi amigo dicen eso –lo dicen amablemente, sin ninguna agresividad– yo comprendo que soy idiota, pero lo malo es que uno se ha olvidado cada vez que lo maravilla algo que pasa, de modo que la caída repentina en la idiotez le llega como al corcho que se ha pasado años en el sótano acompañando al vino de la botella y de golpe plop y un tirón y no es mas que corcho. Me gustaría defender a los mimos checos o a los bailarines tailandeses, porque me han parecido admirables y he sido tan feliz con ellos que las palabras inteligentes y sensatas de mis amigos o de mi mujer me duelen como por debajo de las uñas, y eso que comprendo perfectamente cuánta razón tienen y cómo el espectáculo no ha de ser tan bueno como a mí me parecía (pero en realidad a mí no me parecía que fuese bueno ni malo ni nada, sencillamente estaba transportado por lo que ocurría como idiota que soy, y me bastaba para salirme y andar por ahí donde me gusta andar cada vez que puedo, y puedo tan poco). 
Y jamás se me ocurriría discutir con mi mujer o con mis amigos porque sé que tienen razón y que en realidad han hecho muy bien en no dejarse ganar por el entusiasmo, puesto que los placeres de la inteligencia y la sensibilidad deben nacer de un juicio ponderado y sobre todo de una actitud comparativa, basarse como dijo Epicteto en lo que ya se conoce para juzgar lo que se acaba de conocer, pues eso y no otra cosa es la cultura y la sofrosine. De ninguna manera pretendo discutir con ellos y a lo sumo me limito a alejarme unos metros para no escuchar el resto de las comparaciones y los juicios, mientras trato de retener todavía las últimas imágenes del pez fosforescente que flotaba en mitad del escenario, aunque ahora mi recuerdo se ve inevitablemente modificado por las críticas inteligentísimas que acabo de escuchar y no me queda más remedio que admitir la mediocridad de lo que he visto y que sólo me ha entusiasmado porque acepto cualquier cosa que tenga colores y formas un poco diferentes. Recaigo en la conciencia de que soy idiota, de que cualquier cosa basta para alegrarme de la cuadriculada vida, y entonces el recuerdo de lo que he amado y gozado esa noche se enturbia y se vuelve cómplice, la obra de otros idiotas que han estado pescando o bailando mal, con trajes y coreografías mediocres, y casi es un consuelo pero un consuelo siniestro el que seamos tantos los idiotas que esa noche se han dado cita en esa sala para bailar y pescar y aplaudir. Lo peor es que a los dos días abro el diario y leo la crítica del espectáculo, y la crítica coincide casi siempre y hasta con las mismas palabras con o que tan sensata e inteligentemente han visto y dicho mi mujer o mis amigos. Ahora estoy seguro de que no ser idiota es una de las cosas más importantes para la vida de un hombre, hasta que poco a poco me vaya olvidando, porque lo peor es que al final me olvido, por ejemplo acabo de ver un pato que nadaba en uno de los lagos del Bois de Boulogne, y era de una hermosura tan maravillosa que no pude menos que ponerme en cuclillas junto al lago y quedarme no sé cuánto tiempo mirando su hermosura, la alegría petulante de sus ojos, esa doble línea delicada que corta su pecho en el agua del lago y que se va abriendo hasta perderse en la distancia. Mi entusiasmo no nace solamente del pato, es algo que el pato cuaja de golpe, porque a veces puede ser una hoja seca que se balancea en el borde de un banco, o una grúa anaranjada, enormísima y delicada contra el cielo azul de la tarde, o el olor de un vagón de tren cuando uno entra y se tiene un billete para un viaje de tantas horas y todo va a ir sucediendo prodigiosamente, el sándwich de jamón, los botones para encender o apagar la luz (una blanca y otra violeta), la ventilación regulable, todo eso me parece tan hermoso y casi tan imposible que tenerlo ahí a mi alcance me llena de una especie de sauce interior, de una verde lluvia de delicia que no debería terminar más. Pero muchos me han dicho que mi entusiasmo es una prueba de inmadurez (quieren decir que soy idiota, pero eligen las palabras) y que no es posible entusiasmarse así por una tela de araña que brilla al sol, puesto que si uno incurre en semejantes excesos por una tela de araña llena de rocío, ¿qué va a dejar para la noche en que den King Lear? A mí eso me sorprende un poco, porque en realidad el entusiasmo no es una cosa que se gaste cuando uno es realmente idiota, se gasta cuando uno es inteligente y tiene sentido de los valores y de la historicidad de las cosas, y por eso aunque yo corra de un lado a otro del Bois de Boulogne para ver mejor el pato, eso no me impedirá esa misma noche dar enormes saltos de entusiasmo si me gusta como canta Fischer Dieskau. Ahora que lo pienso la idiotez debe ser eso: poder entusiasmarse todo el tiempo por cualquier cosa que a uno le guste, sin que un dibujito en una pared tenga que verse menoscabado por el recuerdo de los frescos de Giotto en Padua. 
 La idiotez debe ser una especie de presencia y recomienzo constante: ahora me gusta esta piedrita amarilla, ahora me gusta "L'année dernière à Marienbad", ahora me gustas tú, ratita, ahora me gusta esa increíble locomotora bufando en la Gare de Lyon, ahora me gusta ese cartel arrancado y sucio. 
Ahora me gusta, me gusta tanto, ahora soy yo, reincidentemente yo, el idiota perfecto en su idiotez que no sabe que es idiota y goza perdido en su goce, hasta que la primera frase inteligente lo devuelva a la conciencia de su idiotez y lo haga buscar presuroso un cigarrillo con manos torpes, mirando al suelo, comprendiendo y a veces aceptando porque también un idiota tiene que vivir, claro que hasta otro pato u otro cartel, y así siempre