«¡No lo hagan santo!», «No lo merece», «Ya ven, esa iglesia no es de fiar».
Afirmaciones así sólo son posibles si se reconoce como algo real que, primero, las acciones humanas son más que una apreciación subjetiva de lo que «creo yo» que algo es «bueno» o «malo». Que no hablo como si dijera «para mí Dulcinea la del Quijote es de Culiacán y los molinos de viento están en el Ángel Flores». Si más allá de lo que «a mi me parece», realmente hay actos que dañan al ser humano y por lo tanto deben evitarse. Y como son acciones objetivamente buenas o malas, pueden ser vinculantes para todos.
Sólo es posible decir algo así, si, segundo, esos actos son cognoscibles. En el ser humano ha de existir una capacidad humana común para conocer que este tipo de actos humanos son reprobables. Por eso cuando dicen «¡No lo hagan santo!», lo dicen presuponiendo que quienes los oímos podemos conocer y comprender lo que nos han dicho.
Tercero, sólo si se reconoce que las personas cuando viven conforme a esa verdad sobre el ser humano, y conocemos lo que ellos han hecho, somos interpelados por su vida y podemos reconocerlos como un ejemplo para otros.
Por último, cuarto, si ante cualquier maldad padecida -o cometida- se reconoce un anhelo de redimir, de liberar a la víctima de ese mal. Y si somos honestos, también reconocemos el deseo de que el mal cometido voluntariamente no termine ahogando nuestro corazón. En el fondo, si alguien dice «¡No merece ser santo!», reconoce el deseo que el mal no tenga la última palabra.
Con todo ello, afirmar «¡No lo hagan santo, no lo merece!» con la intención de que otro comprenda y reconozca como real lo que digo sólo es posible si se dice con la expectativa de que otro se dé cuenta que existe algo más que capricho subjetivo; si se sostiene con la esperanza de que al señalar damos el primer paso para ser liberarnos de él. Si esto es así, entonces esa persona está en camino de comprender el pensamiento de San Juan Pablo II:
«La verdad existe, ilumina mi camino, me llama y cambia mi vida (Veritatis Splendor, Fides et Ratio); el mal me daña a mi y a mi relación con los otros y es posible ser liberado de él («Dives in Misericordia»). Y sí, es real que hay alguien que conoce mi corazón pero no lo acusa, lo invita; no lo condena, lo redime... Al final del día, no estoy solo, hay alguien que me ama con locura («Redemptor Hominis»): sólo por eso la vida vale la pena vivirse («Evangelium Vitae»)» en comunión con otros edificando comunidades de solidariad («Centessimus Annus»).»
Sólo es posible decir «¡No lo hagan santo, no lo merece!» si se reconoce que lo que se está haciendo con una canonización es algo real, que nos presenta el ejemplo de un hombre sobre el que podemos reconocernos y juzgar nuestra vida como digna de ser vivida o no. Y si ese hombre no lo merece... pues entonces, ¡a gritarlo a todo pulmón! No se puede decir «¡No lo hagan santo, no lo merece!» y ser relativista o nihilista.
Por eso creo que quien dice «¡No lo hagan santo, no lo merece!», aunque –como dice un amigo- no crea en la Iglesia, ni en su autoridad, ni en sus decretos, ni en los milagros, ni en la moral cristiana, ni en los santos, merece mucho más que un «¡Y ti qué más te da! Para ti tendría que ser como canonizar a Dulcinea».
Yo prefiero decirles. ¡Bien! Crees que la verdad existe, que la podemos conocer, que es vinculatoria para todos, y que en el corazón humano hay un profundo anhelo de redención.
1-0 a favor de Wojtyla.
PD. Esta entrada no pretende abordar el tema de la pederastia. Creo que las víctimas tienen derecho –ellas- a saber qué pasó en realidad en esa red de complicidad y silencio que protegía a los victimarios. Todavía hay muchos cables sueltos. Algo ya ha dicho Benedicto XVI a los católicos de Irlanda o ha comunicado el Vaticano respecto a Maciel, y espero que la Comisión creada por Francisco dé los pasos necesarios
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