sábado, 10 de mayo de 2014

Beisbol: Escuela de paciencia, la paciencia de una madre.

Esto es lo mejor que he leído en mucho tiempo sobre cultura, sociedad y deporte. En mucho tiempo.
Lo publicó Álvaro Enrigue en «El Universal»: Escuela de Paciencia. ¡Feliz día de las madres! 

-o-

Escuela de paciencia
10 de mayo de 2014. El Universal  
Un juego que reclama la invención de la palabra “súper líder” es un juego que ha optado por la hipérbole como matriz. El futbol, para bien y para mal, es un deporte exagerado: en cada partido se apuestan tres puntos. 
El futbol funciona con la mecánica de la olla de presión. Los aficionados a un club esperan una semana completa el segundo de definición en que cae el gol que vale una fortuna. En año de Mundial la presión se incrementa y disminuyen las oportunidades: entra en juego la autoestima de la patria, no hay ni siquiera partidos de vuelta. El futbol es la maldita plancha del reloj sobre la nuca. Una genialidad o una rabieta —casi siempre de Rafa Márquez— incendian o deprimen a una nación completa. Todo es irremediable y se va pronto. El futbol, el sexo adolescente: vamos por ese orgasmo, listo, a lo que sigue. Tal vez precisamente porque el caldo gordo del Mundial de Brasil ya está que hierve, nadie ha notado que en la liga de beisbol de los Estados Unidos está sucediendo un prodigio. Nótese por favor ese estar agerundiado con que hay que definir lo que pasa en el diamante: mientras en el futbol todo depende de la gambeta y el instante, el beisbol se mueve con la majestad de los bovinos. 
En la División Este de la Liga Americana, cuatro de cinco equipos están prácticamente empatados. Con la glotonería del futbol, eso se resolvería en un fin de semana, dos cuando mucho, por que los equipos avanzan por unidades gordas. En el beisbol una victoria se anota en centésimas, ningún equipo llega nunca ni cerca de juntar un punto. Una tabla con cuatro equipos empatados en mayo significa que ese empate se dirimirá centésima por centésima entre julio y septiembre. En el año en que todo el mundo estará ardiendo por la urgencia mundialista, los aficionados al beisbol estamos listos para el tipo de emoción que sabemos encarar mejor: la de la tortuga que descubre en la distancia un campo de lechugas. 
El beisbol se juega todos los días y no hay reloj en el estadio. En el diamante existe el azar, por supuesto, pero son tantísimas las horas que los jugadores pasan en el campo entre abril y septiembre, que es posible establecer patrones de comportamiento claros. El placer que produce una temporada tiene que ver, entonces, con la mirada esotérica con que se revisa una estadística. Un torneo de fut se juega, la temporada de beis se edifica. Como la puntuación de los equipos se obtiene dividiendo el número de partidos entre el número de victorias, conforme progresa el año y van cambiando las estaciones, la capacidad de avanzar de las novenas disminuye en lugar de incrementarse.
Un juego ganado es oro molido en todos los deportes, pero para los peloteros septembrinos un triunfo es un grano de arena en la tabla general de rendimiento. No hay que ganar, hay que ir ganando las tardes en que se pueda. El ranking de un torneo de futbol se revisa los lunes con el corazón en la boca. El de la temporada de beisbol sale todas las noches. Lo vemos bostezando, no para calibrar los desplazamientos, sino para confirmar que sucedió lo que se esperaba. 
Los equipos de beis ganan y pierden siempre de la misma manera. Su inspiración no se mide en jugadas, sino en rachas. Perder no importa tanto, ganar da casi lo mismo, por eso es que la violencia —los golpes, pero también los aspavientos, los alaridos, los cantos punitivos y los abrazos de oso entre desconocidos— es casi imposible en las gradas o en la grama. Uno no sigue a su equipo para verlo derrotar al adversario, lo sigue para verlo perseverar en sus virtudes y defectos. El éxito de un equipo de beisbol no se mide con el fracaso de otro, sino con la superación de su propios resultados. Ganar el campeonato se ha de sentir bonito —yo le voy a los Orioles, así que es una sensación que he olvidado— pero lo que importa es que al final de la temporada hayamos pasado de .545 a .563. 
A veces pienso que el beisbol prolifera en las sociedades que se sienten cómodas consigo mismas. Supone que las audiencias van a tener suficiente sensación de haber cumplido con su deber todos los días, como para dedicarle unas horas a la felicidad que sólo entrega ver un juego lento y preciso. No se me malinterprete: soy mexicano, soy pambolero, bajo de peso en los mundiales. Sí creo, sin embargo, que México era un país más contento consigo mismo cuando las mayorías asistían a la escuela de paciencia de la Liga Mexicana de Beisbol. Contra la estridencia, la dignidad callada de las centésimas. Contra el encono, el viaje largo de la pelota. Un gol lo ven los que no pestañearon, un home run lo ven todos como en cámara lenta: es una profecía que se va cumpliendo.

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