Estos días de fiestas de Independencia han coincidido con dos noticias cuyo contraste nos ofrece una idea de lo que significa celebrar la vida de un Estado. Hoy se llevó a cabo el referéndum escocés donde se decidía si se convertían en Estado independiente o se mantienen como una nación más del Reino Unido (abajo un video). La crisis en Siria e Irak, pone de manifiesto que las fronteras artificiales dibujadas por Francia e Inglaterra en 1916, han dejado de funcionar. Líbano sostiene su frontera con Siria de forma precaria (aquí un artículo sobre el tema) y los movimientos independentista en Europa parecen renacer. No olvidemos que en Europa, por ejemplo, en los últimos 30 años han desaparecido Alemania Oriental, la Unión Soviética, Checoslovaquia y Yugoslavia.
Nosotros quizá celebramos la Independencia como la fiesta en la que ganaron los buenos sólo por que debían ganar los buenos. Tal vez vemos nuestra historia como la narración de quienes triunfan gracias a un proyecto claro, definido y único: la mejor opción. Estos días he tenido presente el argumento que el historiador británico, Norman Davies recoge en su libro «Reinos Desaparecidos» (aquí en español). Su hipótesis es la siguiente: algunos historiadores -y en ocasiones nosotros- suelen centrar sus estudios a partir de sí ha funcionado, dando por supuesto que algo por «estar ahí», lo hace por que «debía ser así», e inconscientemente suponen deberá «seguir ahí». En otras palabras, si algo llegó hasta nosotros es posible seguir el hilo de aquello que sí ha funcionado como si fuera el único dato histórico disponible o relevante. Davies recuerda que el hilo hacia el pasado de lo que sí ha funcionado –o mejor dicho de lo que ha llegado hasta nosotros- se ha tensado junto con otros proyectos que se han intentado y no han funcionado (como la Ucrania de los Cárpatos que apenas existió un día); o con otros que funcionaron algún momento pero ha dejado de existir (Como Bizancio, que duró 1120 años).
El libro nos recuerda que los Estados modernos (México es uno de ellos) no han estado prefigurados en la Historia, ni son el fruto de la necesidad histórica de que ganen los buenos ni el fruto necesario de la opción política más racional. Y la historia de México -como cualquier Estado- no es diferente: también ha sido trazada desde proyectos alternativos que también forman parte de lo que originó un país como el nuestro. Estas fiestas nos invitan a echar un ojo por un lado a aquellos proyectos que fueron eficaces, a las ideas que «por poco y no salen» pero aquí están, a los esfuerzos recompensados y a los golpes de suerte. Y sin duda también son una buena oportunidad de revisar la mediocridad de algunas personas, a las oportunidades no aprovechadas de otros, a las salidas en falso, etc. Por que todas ellas forman parte de nuestra historia.
El libro también nos ofrece otra lección: “Tarde o temprano, todos los Estados acaban desplomándose”, pues son construcciones humanas, es decir, provisionales y limitadas. Esta conclusión es un buen antídoto contra visiones sacralizadas del pasado nacional. También es un recordatorio de la responsabilidad de cada generación por la tradición y la cultura heredada. Nadie nos va a ahorrar el esfuerzo por reflexionar los principios, proyectos y valores que recibimos como valiosos. Después nos toca buscar , una y otra vez, cómo organizar justamente la vida de «mí» comunidad presente.
Dice Davies en uno de los párrafos finales del libro:
«el éxito en la constitución de un Estado es, de hecho, una rara bendición. Requiere prosperidad y vigor, buena suerte, vecinos benévolos y cierto rumbo que le ayude a medrar y a alcanzar la madurez. Todas las entidades políticas famosas de la historia han pasado por este examen de infancia, y muchas han vivido hasta edades avanzadas. Las que fallaron la prueba han expirado sin dejar huella. En la narración histórica de los órganos políticos, como en la condición humana en general, esta ha sido la forma en que ha funcionado el mundo desde tiempos inmemoriales» (p. 848).
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