jueves, 9 de octubre de 2014

¿De dónde salen los héroes? Jane Austen y los educadores de grandeza.

Jane Austen en el billete de £10
En los personajes de Jane Austen se repite un patrón: el despertar. De pronto se dan cuenta de su comportamiento deficiente, de su juicio equivocado y de sus sentimientos desajustados (aquí algo ya publicado en el blog al respecto). Algunas de sus heroínas tienen amigos que se los hacen notar.  Emma Woodhouse cuenta George Knightley en «Emma». Catherine Morland recibe un consejo -más bien un regaño- de  Henry Tilney en «Northanger Abbey». Por último, Ann Elliot madura con los consejos de Lady Russell -aunque con matices- en «Persuasion». Tanto Knightley como Tilney son personajes de buen juicio, el prototipo de caballero. Lady Russell es una buena amiga, confidente y consejera. Parece lógico y hasta natural que Emma, Catherine y Anne hayan sido educadas por estos mentores. A diferencia de ellas tres, ni Elinor Dashwood, ni Elizabeth Bennet, ni Fanny Price tienen a su alcance a un educador así.

Austen crea ambientes donde las protagonistas viven rodeados de personas desajustadas en sus juicios, inestables en sus sentimientos, vanidosos y egoístas en sus relaciones con otros y superficiales en sus pretensiones de felicidad –a veces ellas lo son-. Si tomamos en cuenta, además, que ni Elinor, ni Elizabeth, ni Fanny, contaban con maestros de una vida que valga la pena, entonces, ¿cómo fue que las heroínas lograron ser distintas al resto? ¿De dónde sale una persona centrada si el ambiente en el que vive no se presta para ello? ¿Cuál fue ese proceso educativo que las formó para ser agudas y empáticas? ¿Dónde aprenden a no ser como los demás?

Hay tres cosas en común que parece ser la fuente de su auto-educación: (i) leen, (ii) contemplan y retienen, y (iii) se esfuerzan. Quizá son estos tres los educadores de personas ajustadas que propone Jane Austen.

1. Leen.

Leen cartas y libros. Pero también pinturas, la naturaleza... y personas. En «Pride and Prejudice» Elizabeth Bennet es obligada por Darcy a leer una carta en la que él explica tanto sus motivos para separar a su hermana Jane de su amigo Charles Bingley, como sus fricciones con George Wickham. En la carta se habla de sucesos pero el resultado es un encuentro de dos personas: quién realmente la persona que escribe –Darcy- y quién realmente quien lee -Elizabeth-. 

El encuentro también sucede cuando Elizabeth lee las pinturas familiares en visita a Pemberley. Lizzy se ve obligada a enfrentarse a las personas retratadas, y al igual que con la carta, vuelve una y otra vez sobre el cuadro. Ya escribí en blog algo sobre lo que significa leer [«Toma y lee»: la conversión de Elizabeth en «Orgullo y Prejuicio» (y de S. Agustín)], ahí podrán encontrar más detalle.


«A Gentleman's Art Gallery», de Thomas Rowlandson (1756-1827). En una habitación así, Elizabeth habría encontrado el cuadro de Darcy
2. Contemplan y Guardan.

Fanny Price, la heroína de Mansfield Park (aquí un post dedicado a ella y en esta página, una colección de post sobre esta novela) fue adoptada por su tío rico para mejorar sus oportunidades en la vida. Su soledad forzada la llenaba con largas entrevistas consigo misma donde contemplaba y meditaba lo que veía. Tanto que en ocasiones sus parientes -insensibles y egoístas- pasan de largo su presencia. Austen vincula la indiferencia hacia Fanny con la apatía hacia la belleza de las estrellas:
«Durante unos minutos hermano y hermana estuvieron demasiado entregados al mutuo comentario sobre la magnificencia de la noche y el intenso brillo de las estrellas, para pensar más que en sí mismos; pero, al producirse el primer silencio, Edmund, mirando en derredor, dijo:
—¿Dónde está Fanny? ¿Se ha acostado ya?
—No; que yo sepa, no —contestó la señora Norris—; hace un momento estaba aquí.
Su dulce voz, al hacerse oír desde el otro extremo de la sala, que era muy espaciosa, les indicó que estaba en el sofá. Tía Norris empezó a gruñir:
—Es un truco muy tonto, Fanny, esto de arrinconarse para pasarse la noche holgazaneando en un sofá. ¿Por qué no te acercas y te sientas aquí, y te empleas en algo como hacemos nosotras? Si no tienes labor tuya, yo puedo proporcionártela de la cesta de los pobres. Allí está todo el percal nuevo, comprado la semana pasada, todavía intacto. Te aseguro que casi se me quebró el espinazo al cortarlo. Tienes que aprender a pensar en los demás; y, puedes creerme, es un hábito muy feo en una persona joven el estar siempre recostada en un sofá. (Capítulo 7)»
En todas las novelas de Jane Austen sólo existen dos pasajes que podemos calificar de metafísicos. Ambos en Mansfield Park. Son escenas en las que se habla sobre cómo son las cosas en sí, y cómo en ellas encontramos un orden, un brillo, una belleza que nos llama. Como si existieran para ser contemplados  y de esa contemplación nosotros pudiéramos conocernos quiénes somos. En otras palabras, las cosas son inteligibles, apetecibles y amables para nosotros, por que tenemos una razón capaz de conocer ese diseño, unos sentimientos diseñados gozar de esa armonía y un corazón para conmoverse ante ese llamado. En la primera de esas escenas, Fanny se conmueve al observar las estrellas, lo que le permite reflexionar sobre la belleza, el orden y la armonía:
«Fanny convino en eso, y tuvo la satisfacción de ver que él [su primo y protector Edmund] permanecía a su lado, junto a la ventana, a pesar de la anunciada canción, y que volvía como ella los ojos al exterior, cuyo espectáculo se ofrecía solemne, sedante, cautivador en la luminosidad de una noche estrellada, contrastando sobre la profunda negrura de los bosques. Fanny habló por sus sentimientos:
—¡Esto es armonía! —dijo—. ¡Esto es paz! ¡He aquí algo que deja atrás todo lo que la música y la pintura puedan expresar, y que sólo la poesía puede intentar describir! ¡Esto puede calmar toda inquietud y exaltar el espíritu hasta el arrobamiento! Cuando contemplo una noche como esta, tengo la sensación de que ni la maldad ni el dolor pueden existir en el mundo; y es seguro que de las dos cosas habría menos si se atendiera más a la sublimidad de la naturaleza y la humanidad llevara su mirada un poco más allá del círculo de mezquindades en que se encierra, contemplando un espectáculo como éste. (Capítulo 11)»
Si la naturaleza expresa una armonía que podemos conocer, apreciar y gozar, es por que dicen algo de nosotros mismos. Aristóteles se dio cuenta de ello: nuestra acción imita lo que vemos en la naturaleza (Física, II.4.194a.21-23). Es decir, aprendemos a operar viendo cómo lo hacen las cosas de la naturaleza: vemos que buscan unos fines, aprendemos a que lo hacen con un orden, etc. y a partir de ahí aprendemos algo de nosotros mismos. Tomás de Aquino siguió esa idea: la racionalidad que vemos en las cosas, nos dice algo, educa nuestro sentido de juicio y moldea nuestros juicios prácticos (Brock, The legal Character of Natural Law of St. Thomas Aquinas). El maestro de un oficio muestra a su pupilo una serie de objetos para acostumbrarlo a ver y producir uno similar -«este es un buen jarrón y así se hace»-. El aprendiz modela el barro y lleva su vista al modelo diseñado por el maestro para guiar su propia acción. Así produce un buen jarrón, como el de su maestro, y a prende a imitarlo. De la misma manera, en la naturaleza existe un modelo de «buen jarrón» de cuya contemplación aprendemos a guiar nuestra acción: «Por eso el intelecto humano, cuya luz inteligible se deriva del intelecto divino, debe ser formado por la observación de las obras de la naturaleza, para obrar de manera similar (Tomás de Aquino, Comentario a la Política de Aristóteles, Proemio)»

En Jane Austen, el carácter se moldea a través de la contemplación, de almacenar  y guardar en el corazón la armonía de la naturaleza. Con esa educación es posible también ajustar el carácter de una persona y conocer cuál su vocación y destino: por que se sabe ver lo que vale la pena. La armonía de la naturaleza es educadora: transforma a quien la contempla en un personaje éticamente atractivo, solidario con otros seres humanos, racionalmente crítico y afectivamente estimulante: una buena persona.

Fanny (Julia Joyce) y Edmund (Blake Ritson) en la versión de 2007 de Mansfield Park

Mary Crawford, la antagonista, es incapaz de apreciar la armonía. Para ella, el orden de la naturaleza no dice nada, ni afecta su juicio, ni modela sus sentimientos, ni influye en sus decisiones. Y mucho menos es capaz de guardar en la memoria -más bien en el corazón- ese tipo de experiencia. Ante la belleza, es «impasible y distraída». Por eso no tiene nada que decir. A lo largo de la novela Mary se jacta de ser una «egoísta incurable», de ir a lo suyo, de superficial. Y ese vacío se manifiesta también en su sordera para la belleza: su espíritu está atrofiado para captar la belleza tanto de la naturaleza como de las necesidades de una persona.
«—Es bonito, muy bonito —dijo Fanny, mirando en derredor, un día en que se hallaban así sentadas en un banco—; cada vez que vuelvo a encontrarme entre estos arbustos me sorprende más su desarrollo y belleza. Hace tres años, esto no era más que un seto vivo que crecía descuidadamente a lo largo de la margen superior del campo, y que nunca se creyó que fuese algo, o que pudiera convertirse en algo digno de tenerse en cuenta; y ahora es un paseo del cual seria difícil decir si es más apreciable lo útil o lo decorativo. Y, acaso, dentro de otros tres años habremos olvidado… casi olvidado lo que antes fue. ¡Qué cosa tan asombrosa, tan enormemente asombrosa, la acción del tiempo y los cambios del pensamiento humano! —y siguiendo el curso de sus últimas ideas, poco después añadió—: Si alguna de las facultades de nuestra naturaleza puede considerarse más maravillosa que las restantes, yo creo que es la memoria. Parece que hay algo más claramente incomprensible en el poder, en los fracasos, en las irregularidades de la memoria, que en cualquier otro aspecto de nuestra inteligencia. ¡La memoria es a veces tan fiel, tan servicial, tan obediente y, otras, tan veleidosa, tan flaca… y otras aún, tan tiránica e ingobernable! Somos, indudablemente, un milagro en todos los aspectos; pero nuestra facultad de recordar y de olvidar me parece algo particularmente insondable.
Miss Crawford, impasible y distraída, no tuvo nada que decir; y Fanny, comprendiéndolo así, volvió al tema que consideraba más interesante para su interlocutora:
—Puede que parezca impertinente mi elogio, pero debo admirar el gusto que la señora Grant ha puesto en todo esto. Hay una tan apacible simplicidad en el trazado y detalles de este paseo… ¡y lo ha conseguido sin demasiado esfuerzo!
—Sí —replicó Mary descuidadamente—, queda muy bien para un lugar como éste. Una no piensa ver grandes cosas aquí, y, entre nosotras, hasta que vine a Mansfield nunca había imaginado que un párroco rural pudiera aspirar jamás a tener un paseo de arbustos, ni nada por el estilo.
—¡Me gusta ver cómo crecen y prosperan las siemprevivas! —dijo Fanny como respuesta—. El jardinero de mi tío dice siempre que esta tierra es mejor que la suya, y así parece, a juzgar por el desarrollo de los laureles y arbustos en general. ¡Y la siempreviva! ¡Qué bonita, qué grata, qué maravillosa, la siempreviva! Cuando se piensa en esto… ¡qué asombrosa variedad, la de la naturaleza! Sabemos que en algunos parajes la variedad está en el árbol que muda sus hojas, pero esto no hace menos sorprendente que el mismo suelo y el mismo sol nutran plantas diversas, que difieren en las reglas y leyes básicas de su existencia. Pensará usted que le estoy recitando una rapsodia; pero cuando me encuentro entre la naturaleza, en especial descansando, me entrego con gran facilidad a esta especie de arrebatos admirativos. No puedo fijar la mirada en el más simple producto de la naturaleza sin hallar motivo para una desbordada fantasía.
—Si quiere que le diga la verdad —replicó miss Crawford—, creo que soy algo parecida al famoso dux de la corte de Luis XIV, y puedo afirmar que no veo en este paseo de arbustos maravilla alguna que iguale a la de hallarme yo en él. (Capítulo 22)»
Mary se sorprende que un clérigo, al menos en teoría un ejemplo de virtud, pudiera compaginar la virtud con la belleza en las cosas que lo rodean. A Mary el parece que la belleza es la de un rostro atractivo, la del rico, la de quien se divierte con la vida. Usa del caballo de Fanny para coquetear con Edmund, organiza una obra de teatro para seguir con el juego de la seducción. Para Miss Crawford, la belleza presenta objetos para poseer y gozarse con ellos. Para Fanny, la contemplación de la belleza la saca de sí misma, entrena a la razón y al corazón para buscar fines dignos: construir relaciones sociales valiosas. Fanny se ha convertido en la más valiosa y útil de quienes viven tanto en Mansfield y como en casa de sus padres.

Catherine Morland, de «Northanger Abbey», se mete en problemas por su incapacidad para distinguir entre sus novelas favoritas y la vida real. La contemplación y la capacidad para acumular esas experiencias serán las que refuercen la educación de Ms. Morland. Así lo resumió su madre: «—Catherine será un ama de casa algo inexperta y alocada —observó Mrs. Morland, consolándose luego al recordar que no hay mejor maestro que la práctica.»

3. Se esfuerzan y están dispuestas a sufrir. Nada es Gratis.


Por último, en «Sense and Sensibility» las Dashwood habían sufrido decepciones amorosas, habían sido reducidas a la pobreza y tratadas con desprecio por su familia. Todas se refugiaban en la fortaleza de Elinor sin saber que ella también sufría. La siguiente escena se desarrolla cuando Marianne -la hermana emocional- conoce las penas de Elinor. La hermana sensata reconoce que sólo cumplía su deber. Para Marianne esa reacción es incomprensible, ¿cómo puede una persona no dejarse llevar por sus sentimientos? ¿No es renunciar a sí mismo? Si los sentimientos expresan algo de lo que somos realmente, ¿no es hipocresía limitarlos con el hielo del deber y la frialdad de la razón? 

A la respuesta de Elinor no le sobra una palabra. Todo el pasaje es genial (lo puse al final). En algún momento, la mayor de las Dashwood reconoce que el doloroso cumplimiento del deber, le permitió educar a su razón, mesurar sus sentimientos, encontrar la solución adecuada a su problema y la capacitó para mantener una relación adecuada con los demás: «La tranquila mesura con que actualmente he llegado a tomar lo ocurrido, el consuelo que he estado dispuesta a aceptar, han sido producto de un doloroso esfuerzo; no llegaron por sí mismos (Capítulo 37)». En su caso, la educación ética no se ahorró el esfuerzo. Al final de la historia, el sufrimiento que padeció Marianne, le permitió orientar sus sentimientos y gracias a estos, aquellos fueron más profundos y fructíferos. El esfuerzo –en este caso el sufrimiento- fue para Marianne, el maestro sobre cómo vivir dignamente:
«Marianne Dashwood había nacido destinada a algo extraordinario. Nació para descubrir la falsedad de sus propias opiniones y para impugnar con su proceder sus máximas favoritas. Nació para vencer un afecto surgido a la edad de diecisiete años, y sin ningún sentimiento superior a un gran aprecio y una profunda amistad, ¡voluntariamente le entregó su mano a otro! [...] En vez de sacrificada a una pasión irresistible, como alguna vez se había enorgullecido en imaginarse a sí misma; incluso en vez de quedarse para siempre junto a su madre con la soledad y el estudio como únicos placeres, según después lo había decidido al hacerse más tranquilo y sobrio su juicio, se encontró a los diecinueve años sometiéndose a nuevos vínculos, aceptando nuevos deberes, instalada en un nuevo hogar, esposa, ama de una casa y señora de una aldea. (Capítulo 50)»
Aquí va la respuesta completa de Elinor a la incomprensión de Marianne:
«Ante estas palabras, Marianne expresó con sus ojos lo que sus labios no podían formular. Tras un momento de asombrado silencio, exclamó:
—¡Cuatro meses! ¿Lo has sabido durante cuatro meses?
Elinor lo confirmó.
—¡Cómo! ¿Mientras cuidabas de mí cuando yo estaba sumida en el dolor, tu corazón cargaba con todo esto? ¡Y yo que te he reprochado ser feliz!
—No era conveniente que en esos momentos tú supieras cuán opuesto a eso era mi sentir.
—¡Cuatro meses! —volvió a exclamar Marianne—. ¡Y tú tan tranquila, tan alegre! ¿En qué te has sostenido?
—En sentir que estaba cumpliendo mi deber. Mi promesa a Lucy me imponía el secreto. Le debía a ella, entonces, evitar cualquier indicio de la verdad; y le debía a mi familia y a mis amigos evitarles una preocupación por causa mía que no estaría en mis manos solucionar.
Lo anterior pareció sacudir fuertemente a Marianne.”
“—A menudo he querido sacarte a ti y a mamá del engaño —añadió Elinor—, y una o dos veces he intentado hacerlo; pero sin traicionar la confianza que habían depositado en mí, jamás las habría convencido.
—¡Cuatro meses! ¡Y todavía lo amabas!
Marianne (Charity Wakefield) y Elinor (Hattie Morahan) en la versión de 2008 de Sense and Sensibility.
—Sí, pero no lo amaba sólo a él; y mientras me importara tanto el bienestar de otras personas, me alegraba ahorrarles el conocimiento de lo mucho que sufría. Ahora puedo pensar y hablar de todo ello sin gran emoción. No querría que sufrieras por causa mía; porque te aseguro que yo ya no sufro excesivamente. Tengo muchas cosas en qué apoyarme. No creo haber causado esta desilusión con ninguna imprudencia mía y la he sobrellevado, en lo que me ha sido posible, sin esparcirla a mi alrededor. Absuelvo a Edward de toda conducta en esencia impropia. Le deseo mucha felicidad; y estoy tan segura de que siempre cumplirá con su deber que, aunque ahora pueda abrigar algún arrepentimiento, a la larga será feliz. Lucy no carece de juicio, y ése es el fundamento sobre el que se puede construir todo lo que es bueno. Y después de todo, Marianne, después de lo fascinante que puede ser la idea de un amor único y permanente y de todo cuanto pueda ponderarse una felicidad que depende por completo de una persona en especial, las cosas no son así... no es adecuado... no es posible que lo sean. Edward se casará con Lucy; se casará con una mujer superior en aspecto e inteligencia a la mitad de las personas de su sexo; y el tiempo y la costumbre le enseñarán a olvidar que alguna vez creyó a alguna otra superior a ella.”
—Si es así como piensas —dijo Marianne—, si puede compensarse tan fácilmente la pérdida de lo que es más valioso, tu aplomo y tu dominio sobre ti misma son quizá un poco menos asombrosos. Se acercan más a lo que yo puedo comprender.
—Te entiendo. Supones que mis sentimientos nunca han sido muy fuertes. Durante cuatro meses, Marianne, todo esto me ha pesado en la mente sin haber podido hablar de ello a nadie en el mundo; sabiendo que, cuando lo supieran, tú y mi madre serían enormemente desgraciadas, y aun así impedida de prepararlas para ello ni en lo más mínimo. Me lo contó... de alguna manera me fue impuesto por la misma persona cuyo más antiguo compromiso destrozó todas mis expectativas; y me lo contó, así lo pensé, con aire de triunfo. Tuve, por tanto, que vencer las sospechas de esta persona intentando parecer indiferente allí donde mi interés era más profundo. Y no ha sido sólo una vez; una y otra vez he tenido que escuchar sus esperanzas y alegrías. Me he sabido separada de Edward para siempre, sin saber de ni siquiera una circunstancia que me hiciera desear menos la unión. Nada hay que lo haya hecho menos digno de aprecio, ni nada que asegure que le soy indiferente. He tenido que luchar contra la mala voluntad de su hermana y la insolencia de su madre, y he sufrido los castigos de querer a alguien sin gozar de sus ventajas. Y todo esto ha estado ocurriendo en momentos en que, como tan bien lo sabes, no era el único dolor que me afligía. Si puedes creerme capaz de sentir alguna vez... con toda seguridad podrías suponer que he sufrido ahora. La tranquila mesura con que actualmente he llegado a tomar lo ocurrido, el consuelo que he estado dispuesta a aceptar, han sido producto de un doloroso esfuerzo; no llegaron por sí mismos; en un comienzo no contaba con ellos para aliviar mi espíritu... no, Marianne. Entonces, si no hubiera estado atada al silencio, quizá nada... ni siquiera lo que le debía a mis amigos más queridos... me habría impedido mostrar abiertamente que era muy desdichada.
Marianne estaba completamente consternada.
—¡Ay, Elinor! —exclamó—. Me has hecho odiarme para siempre. ¡Qué desalmada he sido contigo! Contigo, que has sido mi único consuelo, que me has acompañado en toda mi miseria, ¡que parecías sufrir únicamente por mí! ¿Así es como te lo agradezco? ¿Es ésta la única recompensa que puedo ofrecerte? Porque tu valía me abrumaba, he estado intentando desconocerla.” (Capítulo 37)»

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