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«Si —salvo honrosas excepciones— los especialistas de filosofía del derecho se acercan con cohibido pudor al problema de los derechos humanos, se debe en buena parte a la incómoda sensación de estar pisando un resbaladizo terreno a caballo entre la homilía y el mitin.» [Andrés Ollero, "Cómo tomarse los derechos humanos con filosofía"]
Ayer fue día de los derechos humanos. Se cumplió un aniversario más de la aprobación en las Naciones Unidas de la Declaración Universal. Como todos los años entusiastas y detractores describieron una radiografía de estos derechos y si contamos con motivos para celebrarlos o no. Esos comentarios dependían de lo que significaba para ellos los derechos humanos y en consecuencia qué alcance se podría esperar. De esta forma, contaban con un parámetro para calificar este proyecto como algo eficaz o como pura retórica. Así, por ejemplo, en The Guardian, Eric Posner, profesor de derecho de la Universidad de Chicago, publicó hace días un análisis mas bien escéptico sobre estos derechos.
«Muchos creerán que el derecho internacional de los derechos humanos es uno de nuestros grandes logros morales. Pero hay poca evidencia de su efectividad. Desde hace mucho tiempo necesitamos una aproximación radicalmente distinta».
Parte del problema se origina con la inflación de un concepto que se ha puesto de moda. Para darnos una idea, en 1948, el año en que se aprobó la Declaración Universal, el The New York Times utilizó esas palabras en apenas .31% de sus notas periodísticas de ese año (512 artículos). Durante 30 años no varió mucho ese porcentaje, que a partir de los 70s incrementa consistentemente hasta llegar al 2014 donde se ha utilizado en 2.49% de las publicaciones de ese diario. Un incremento del 800% respecto al año de la aprobación de la Declaración.
Como suena bien y es evocador, le hemos ido asignando distintos significados a la fórmula «Derechos Humanos». Precisamente por que lo utilizamos para referirnos a los que nos parece correcto, equilibrado y justo hacemos referencia a los derechos humanos cuando hablamos de ética, de política o de asuntos jurídicos. [La Suprema Corte de Justicia ya también ha dicho que la dignidad no es sólo un concepto moral, sino que también se proyecta al en el orden jurídico]. Quizá no caemos en la cuenta de que cada uno de estos ámbitos opera con categorías argumentativas distintas, promesas desiguales y modos de realizar diferentes. Como es imposible que todo aquello a lo que nos referimos cuando hablamos de derechos humanos se haga realidad de una vez, de forma plena y definitiva, siempre habrá algún ámbito en los que los estos no sean una realidad, siempre encontraremos un espacio para la utopía.
Queremos decir mucho con «Derechos Humanos». Esperamos mucho de ellos. Los usamos para todo. Y un algo que sirve para todo, no sirve para nada. Por todo ello quizá debamos ser menos ambiciosos con las esperanzas que depositamos en ellos. Los derechos humanos no son como las leyes de la física que sólo existen, se descubren y se aplican de la misma forma en todo tiempo. Ni tampoco son como un parque de diversiones en el que se llega a él y se permanece. Ni son una varita mágica. Las utopías cuando se toman demasiado en serio son peligrosas por que gastan la esperanza. Pero una vida demasiado realista, tampoco es humana, porque sólo ve a los pies. Tomarse demasiado en serio la utopía o la realidad, puede ser tan devastador como pasar de largo ante ellas.
Chesterton describió esta tensión en «El Napoleón de Notting Hill», una novela cómica donde una broma de quien no se toma nada en serio, es tomada en serio por uno que no se toma nada a broma. En esa novela sucede algo similar a lo que pasa con el discurso de los derechos humanos: nada es peor que el tedio y la monotonía de una vida que no lucha por alguna utopía o del que sólo construye castillos en el aire. Nada es más peligroso que la seriedad extrema, ni nada más amenazador que el humor superficial. El precio a pagar por desvincular la utopía con la seriedad siempre es excesivo.
Por que en derechos humanos, tan es importante el realismo del que trabaja con lo que tiene ante sí, como la grandeza de la utopía que pretende edificar. Por todo eso, para el movimiento contemporáneo de los derechos humanos, no hay nada más importante que esa tensión entre la risa y el respeto, entre la utopía y el esfuerzo.
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