El P. Chuchín SJ. es un historiador porque estudia la historia, y porque la vive. Ha escrito en su columna de hoy en Milenio sus recuerdos de Don Efra.
El P. Chuchín. Foto: Milenio |
En mi caso, conocí a Don Efraín hasta primavera de 1992: mi papá me llevó a una conferencia suya organizada por el periódico Noroeste. Luego fui su alumno y después su adjunto. Por entonces no me enteré mucho de los ámbitos de su vida que no estuvieran en relación a la Universidad. Don Efra siempre fue muy reservado en sus asuntos personales.
Por eso creo que este es un «infaltable», un «must-c», en estos recuentos de la vida de Don Efra. Les dejo, el Chuchín de hoy (26/oct/2012):
Efraín González Luna
El incansable Efraín González Morfín, muy a su pesar, descansa ya. Lo conocí desde enero de 1949. No fui compañero estricto de él porque me ganaba en edad por cuatro años. Siempre sus compañeros hablaban de él como de alguien de muy brillante inteligencia, y como casi todos sus hermanos, de muy buen humor igual que su hermano Adalberto, muerto hace pocos meses, y de quien tuve el privilegio de ser su alumno. Ambos, Efraín y Adalberto, muy orgullosos de su “tapateidad” ¿o tapatieidad? Cuando preparaba mi tesis de licenciatura en Historia en la Ibero de México, allá por 1963, me encontré entre los papeles del archivo muerto de mi maestro Daniel Olmedo un trabajo escolar de Efraín: los textos en que Clavigero, en su Historia Antigua de México hablaba de su historia personal. Eran años en que Efraín estudiaba Teología en Austria con el genial Karl Rhaner, y no había ni celulares ni correo electrónico. Años después en que volví a ver a Efraín, le conté el asunto de su trabajo escolar y, con su buen humor de siempre, me respondió con una amable sonrisa, que interpreté como aprobación. Su trabajo lo añadí como un anexo a mi tesis, y fue elemento para que Don Ernesto de la Torre Villar, contra su costumbre, diera mención honorífica a una tesis que él no había dirigido.
En vísperas de recibir la ordenación sacerdotal, Efraín, con su análisis de la vida y su cristianismo vital, pensó que su papel en esta vida no estaba en su vida como sacerdote jesuita, sino en el camino arriesgado que su papá había escogido: incursionar en la vida política de este pobre México, con decenios del dominio aplastante de un partido que manejaba la dictadura perfecta. Efraín continuó con la utopía en que su papá se había embarcado. Recuerdo que Doña Amparo Morfín, esposa de Efraín González Luna me contó que su marido, la víspera de comenzar su campaña presidencial en 1952, fue al templo de San Felipe Neri, que en aquel tiempo era de los jesuitas, aquí en Guadalajara, para pedir la bendición al padre Alfonso Castiello, su consejero espiritual, y el padre, conmovido y asustado, le dijo: “Don Efraín, lo que Usted va a hacer ¿no le parece un sacrificio inútil?”. A lo que Don Efraín le contestó: “padre, no me diga que el sacrificio de Jesús en la cruz fue algo inútil”. Efraín chico, Don Efraín González Luna Morfín, heredó de sus padres un sentido vital y muy sincero de lo que es ser cristiano. De joven pensó que su vocación era servir a Dios y a la Iglesia en la Compañía de Jesús; después la vida lo llevó a modificar sus ideas juveniles y adaptarlas inteligentemente a la realidad de México.Allá por 1966 lo veía yo en la Ibero de México regularizando sus papeles para recibirse de abogado y yo me sentía indignado por la burocracia oficial: ¡Efraín sacando papelitos con valor oficial! Efraín un tipazo genial sujeto al papeleo oficial. Fue cuando, creo yo, le confesé lo que había hecho con su trabajo. Su actitud en el PAN la han comentado varias personas. Efraín, como su padre, era de una pieza, consciente de que como cristiano tenía como primordial papel la búsqueda de la justicia.No puedo dejar de comentar que su mamá, Doña Amparo, allá en 1918, capitaneó a las jóvenes tapatías para obligar al gobernador Manuel Macario Diéguez a derogar el famoso Decreto 1913, que limitaba el número de sacerdotes en Jalisco. Doña Amparo recordaba cómo las verduleras y menuderas del mercado empuñaban cuchillos amenazando a Manuel Macario. Cuando, allá por los años setenta, daba yo clases de Historia de México a los seminaristas jesuitas, terminaba yo el curso en casa de Doña Amparo que narraba con entusiasmo sus aventuras juveniles enfrentándose a Manuel Macario.Durante los últimos años, Efraín iba a su misa semanal los sábados a Villa María, casa de jesuitas ancianos, acompañando a su hermano Adalberto en su silla de ruedas. Debo confesar que yo me sentía un poco cohibido, al comentar el Evangelio, teniendo como oyentes atentos y amables a Efraín y Adalberto, quienes ahora ven ya cara a cara al que fue objeto de muy buena parte de sus laboriosos estudios: al Dios de la Historia y de la vida.
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