jueves, 26 de noviembre de 2015

Los libros son peligrosos (3). ¿Por qué contagiarse?

No sé si de verdad sea publicidad oficial de Gandhi

(El año pasado escribí esto. Voy a repetirme, en parte, para hablar en el radio, previamente a la FIL) 

«Leer» no se enseña, se contagia. Como los virus. Por eso, como hemos dicho estas semanas, los libros son peligrosos. ¿Cómo se transmite esta enfermedad? ¿Cómo se contagia el gusto por los libros? Aquí van tres respuestas:

1. Hay que leer aunque no se antoje. En la vida se hacen cosas que no siempre nos gustan, es mejor acostumbrarse al esfuerzo, empeñándonos en aquello que vale la pena. Suena extraño un argumento así, por que tal vez hemos pensado que la lectura se hace por el gusto que genera. En parte sí, pero el buen sabor aparece cuando ya leímos. No antes. 

2. «Para hablar como Don Juan, y escribir como Cervantes». De forma análoga al dicho de las abuelas –«somos lo que comemos»-, también escribimos y hablamos de lo que leemos. Una de las habilidades más valoradas en los profesionales de hoy es la capacidad de transmitir una idea con precisión. ¿Cómo entrenarnos para hacer algo así? No hay más que escribir. Pero el depósito de ideas, palabras, fórmulas y modos de decir se acrecienta con la lectura.

3. Los dos argumentos anteriores sirven pero hasta cierto punto, por que son utilitaristas: «leemos porque conseguimos algo a cambio». Pero si la lectura es la puerta para la sabiduría y ésta es un bien humano que vale la pena buscar por sí mismo, debe existir un motivo que justifique la actividad lectora. Dice C.S. Lewis que la lectura nos dice algo de la vida, nos introduce en el mundo de otros y en ellos aprendemos a darle sentido al nuestro. Quien no lee vive como en una cárcel, donde sólo reconoce lo que ha experimentado en su entorno y en su tiempo. Sólo tenemos una vida, un tiempo, y unas conexiones; por eso, quien quien no lee, sólo sabe de lo que alcanza a ver frente sí. Quien lee, amplía sus registros emocionales, intelectuales y morales gracias a los cuales puede comprender mejor lo que le sucede, prever lo que vivirá si toma unas decisiones equivocadas -o correctas-, aprenderá a darle cause a sus penas y potenciará sus alegrías . El momento eureka, el gozo de la lectura llega una vez que ya se ha leído, difícilmente antes. Por eso, enseñar a leer requiere un maestro que nos siembre la inquietud. Alguien que nos contagie.

Entonces, ¿qué consejo práctico daría a unos padres que quisiera inculcar en sus hijos el hábito de la lectura? Sugiero hacer tres cosas equivalentes a tres momentos distintos. Al entregar el libro, ofrecer una visión general de tema del que trata. Segundo, mientras lee el libro, hacer una pregunta al lector que conectaría el asunto del libro con su vida concreta, una especie de pellizco que diga «¡Hey! ¡En este libro hay un problema que tú también experimentas! ¿Qué harías si te pasara lo mismo?».  Tercero: escuchar, platicar y compartir el eco que el libro produjo en el hijo, en el alumno, en el amigo. Es el momento en que, como dice Lewis, «la experiencia literaria cura la herida de la individualidad sin socavar sus privilegios». Es el momento en que nos convertimos en mil personas sin dejar de ser nosotros mismos.  

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